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DOMINGO MONTERO empeño paciente para mejorar la historia. Siempre seguirá pertene­ ciendo y remitiendo a Dios, para quien todo es posible (Mt 19,26). Y la Iglesia no se lo puede apropiar ni utilizar para hacer apologé­ tica de sí misma (Hch 3,12-16). Y, mucho menos, para facilitar su misión, pues los milagros son signos que no eximen de la condición kenótica de la propia historia; como en la vida de Cristo, a quien tampoco eximieron, sino que más bien impulsaron, en su marcha hacia el Calvario. El milagro evangélico, y por lo tanto el de la Iglesia, no pre­ tende ser panacea para las carencias del hombre, sino advertencia e indicación de hacia dónde debe el hombre orientar su existencia para salvarla. El milagro no pretende narcotizar la vida, sino desve­ larla en su dramatismo y esperanza. Su finalidad no es deslumbrar sino alumbrar, entre otras cosas, rasgos de esperanza en el rostro de los desesperanzados (con pocas esperanzas) y desesperados (sin esperanza alguna) de la vida. ¿No resultaría hoy más inteligible el texto de Me 16,17-18 tra­ ducido existencialmente: “A los que crean les acompañarán estas señales: romperán esclavitudes en mi nombre, abrirán nuevas vías de intercomunicación, arriesgarán sus vidas sin perderlas y devol­ verán las ganas de vivir a los que no tenían ganas ni motivos para hacerlo?” Al cristiano le corresponde ser testigo, “signo” en la cotidia­ nidad de la vida, y también en la adversidad, del único “milagro”, Cristo, y desde él, por medio del amor renovar las cosas desde el corazón. La tarea de la Iglesia, en la línea de Jesús, será anunciar signifi­ cativa y hasta provocativamente con hechos liberadores en favor del hombre, adecuados a nuestro contexto socio-cultural, la presencia del reino de Dios. Queda como referente luminoso el texto del libro de Los Hechos 3,1-7: “No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy: en nombre de Jesucristo Nazareno, ponte a andar”. 140 NAT. GRACIA LX 1/enero-abriI, 2013, 119-146, ISSN: 0470-3790

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