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HÉCTOR IGNACIO RODRÍGUEZ ÁLVAREZ 108 nat. gracia LIX 1/enero-abril, 2012, 81-122, ISSN: 0470-3790 El desafío –consciente o inconsciente, pero en cualquier caso voluntario– es lo que se esconde en el actuar del hombre cada vez que se equivoca; se desafía la estructura del yo, pero como quedó expuesto en el primer apartado, el yo es una relación puesta por otro, y por lo tanto, al desafiar la estructura del yo, se desafía tam- bién el vínculo con el postor . Al respecto iluminemos con esta cita: El yo que aquél desesperadamente quiere ser, es un yo que él no es –ya que querer ser el yo que uno es en verdad representa cabalmente todo lo contrario de la desesperación–. En una palabra, que lo que aquél quiere no es otra cosa sino desligar su yo del Poder que lo fun- damenta… Siempre pretende el hombre deshacerse de sí mismo, del yo que realmente es, para llegar a ser un yo de su propia invención 146 . De acuerdo a lo dicho, todo error es necesariamente voluntario, y, por lo tanto, desafiante; en ese sentido, el error es conciencia, conciencia que a veces puede tomar el disfraz de la ignorancia, pero que no deja de ser conciencia. Detrás de todo deseo debe haber ne- cesariamente una conciencia que desea, esta conciencia puede estar escondida o disfrazada pero nunca ausente. El yo es una relación puesta por otro, pero cuando el yo en- fermo de desesperación, no acepta lo que es, ni lo que implica el vínculo de su postura, y desea una naturaleza distinta, autosuficiente y diseñada a su antojo, es entonces, cuando en actitud desafiante, niega lo que es. El error originario es, así, conciencia de negación, conciencia de desafío actualizada, esto es lo que subyace en la ac- ción de errar. Por ello Kierkegaard muestra su completo desacuerdo con la postura socrática en este punto: Si el pecado es ignorancia, entonces propiamente no existe..., ya que el pecado es cabalmente conciencia. Si el pecado, como afirma Sócrates muy a menudo, consiste en que se ignora lo que es justo y por eso se hace lo que es injusto, entonces el pecado no existe… Es, pues, 146 S. KIERKEGAARD, La Enfermedad Mortal, O. c ., 41.

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