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FELIPE F. RAMOS invisible y eterno, del cual es una copia imperfecta y transitoria el mundo presente. Con su clásica concepción de la mente-espíritu muy superior a la carne, y el ideal de una vida de abstracción y contempla­ ción en la cual el alma, libre ya de la materia, se unía con Dios... En el cuarto evangelio hay bastante de esta influencia de este platonismo popular puesto por Juan al servicio del anuncio del mensaje cristiano. Jesús dice que no es de este mundo, sino de arriba... (8,23; 18,36). Es­ tos contrastes no proceden del judaismo, sino de otro entorno cultural que el evangelio de Juan tiene delante. Juan se sirve de las ideas circundantes -en las que abundan los salvadores y reveladores, tanto en la religión como en la filosofía he­ lenista- para poder ser comprendido por aquel nuevo mundo de sus lectores. El contenido esencial cristiano tiene que vaciarlo Juan en los moldes existentes de su mundo acerca de la salvación. Pero las ideas existentes al respecto eran múltiples. En el judaismo existía una tendencia general según la cual la salvación sería fruto de un acto fu­ turo de Dios, en el que los hombres creían y esperaban, pero que no estaba todavía ante sus ojos Esta visión futurista tampoco era desconocida fuera del judais­ mo, pero no era la predominante. La salvación, según esta nueva forma de presentarla, era un experiencia presente dada por Dios al hombre bien fuese a través de los sacramentos bien a través de la mís­ tica o del conocimiento. Estas creencias, procedentes del mundo no judío, incluían la venida de un dios redentor al mundo abandonado de la carne, del pecado, de la ignorancia y de la muerte. A su regreso al mundo celeste, desde el que había bajado, dejó unos medios (sa­ cramentales o intelectuales) gracias a los cuales el hombre le podía seguir, escapar al círculo fatalista del destino y llegar al mundo divino. En esto consistía la salvación. La historia que Juan recoge en su evangelio es precisamente la historia de la actividad salvífica y amorosa de Dios (3,16; 12,47...}. Dios envía su Hijo al mundo; los que creen en él tienen la vida eterna (20,3Í)\ aquellos que lo reciben llegan a ser hijos de Dios (1,12). 296 NAT. GRACIA LVII 2/mayo-agosto, 2010, 267-338, ISSN: 0470-3790

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