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FELIPE F. RAMOS de la comunión con Dios , tal como le ha sido concedida al hombre en Jesús y él lo ha aceptado en la fe. Como plenitud de la comunión de amor con Dios, la vida eterna hará que la comunión mutua se convierta en una realidad consoladora: más allá de la bella teoría nos alcanzará la perfección derribando las fronteras externas -distancia en el tiempo y en el espacio- y las internas -e l exclusivismo egoísta y pecador-; nos llevará a una auténtica alteridad elevada, perfecta; más allá de los ensayos defectuosos viviremos la comunidad en la unión íntima y profunda de un Cuerpo cuya vida es comunicada sin ningún tipo de limitación a todos los miembros adheridos a él. La vida eterna, de modo semejante a la temporal, es la misma para todos los que participan en ella. Las lógicas diferencias están marcadas por la medida e intensidad de las obras de la fe, la fidelidad en la respuesta a la vocación, la generosidad en el servicio a los de­ más. El don recibido, Dios mismo, será igual para todos. La vida eter­ na pertenece a la jurisdicción de la escatología, abre nuestra mirada al futuro, acepta lo inimaginable, al menos como posibilidad. La vida eterna no difiere del reino de Dios, que él iniciara. La cosecha se llama vida eterna. Pero es una cosecha sembrada y cultivada. Para la fe el reino de Dios es presencia, también lo es para la vida eterna. Cristo fue la presencia de Dios en nuestro mundo; trajo la gracia y el perdón de los pecados; la misma finalidad persigue la vida eterna; donde hay perdón de los pecados hay vida y bienaventuranza; esto lo ofrece en plenitud la vida eterna. La perfección en el amor no significa absorción de la personali­ dad, sino promoción de la misma basta el límite de lo posible, junto al “yo”, liberado de sus ambiciones egoístas, vivirá el “tu” con idéntica generosidad. La vida eterna nos proporciona la máxima proximidad con Dios. Nos hace tomar conciencia de la infinita distancia que nos separa de él. No seremos divinizados. Comprenderemos la máxima grandeza a la que ha llegado una criatura insignificante gracias a la al­ tura inimaginable a la que Dios la ha elevado. Seguiremos siendo sus criaturas, sus siervos “cualificados”, plenamente conscientes del amor, gratitud y adoración que le debemos. La vida eterna nos introduce 278 NAT. GRACIA LVII 2/mayo-agosto, 2010, 267-338, ISSN: 0470-3790

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