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ALFONSO SALGADO RUIZ porque le hace dependiente de una necesidad infantil de seguridad y protección (Domínguez, 2006). Pero el Dios de Jesús no es éste. El creyente en Jesús ni sabe más ni puede más ni está exento del dolor, del sinsentido o del arbitrio de la vida y la naturaleza que el no cre­ yente. Es un creyente que sólo sabe que Dios le acompaña siempre y le ama siempre, en cualquier situación o tras cualquier comporta­ miento. El Dios del Evangelio no es una respuesta mágica para los deseos profundos de la motivación humana. Dios es padre pero en la forma en que lo fue para Jesús: no privándole de su propia vida, aun cuando ésta conllevara asumir sus propias responsabilidades y cargar con la muerte. No es un Dios de poder, sino de amor, de abajamiento, de omni-impotencia, es el Dios de Jesús en la cruz, no es el Júpiter en el Olimpo sino Cristo lavando los pies. Y en esa situación no queda resquicio para la proyección patológica o inconsciente. Por último, no es una fe que mutila el ser, que reprime los deseos y exige total e incondicional negación de uno mismo, especialmente del placer (y no solo sexual). La fe implica una oferta para sacrificar cierto placer individual en aras a la creación de unas condiciones so­ ciales que hagan posible el advenimiento de la justicia, la verdad, el amor, la vida y la paz para todos (Domínguez, 2006). Mala es una fe que niega que “Dios vegeta en la planta , sensa en el animal y en­ tiende en el hombre ”, como tan bellamente afirmó Ignacio de Loyola. Mala es la fe que excluye a Dios de alguna parte de nuestro cuerpo o de nuestra mente. Psicológicamente mala es la fe que no salvaguarda y promueve el gozo y que lo horada con la carcoma de la culpa, la duda y el remordimiento. Mala es la fe que sitúa la ética en el centro, como si la actuación de Dios dependiera exclusivamente de lo que la persona haga o deje de hacer. Ahora bien, todo lo defendido hasta aquí parte del supuesto de la psicología en su versión negativa, esto es, en analizar una experiencia religiosa cristiana que puede ser factor de enfermedad cuando no se entiende adecuadamente y permite más la proyección patológica que el desarrollo personal, pero ¿qué puede decirse acerca de la vivencia religiosa como factor de satisfacción vital y crecimiento? En otras pa­ labras y desde lo expuesto en el paradigma de la psicología positiva ¿puede la vivencia religiosa cristiana contribuir a desarrollar las forta- 44 NAT. GRACIA LVII 1/enero-abril, 2010, 7-51, ISSN: 0470-3790

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