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ALFONSO SALGADO RUIZ Del mismo modo, se sabe que la fe en Cristo es un poderoso ani­ mador del comportamiento altruista y prosocial, que a su vez contri­ buye a un descentramiento y reorientación atencional y motivacional muy saludable psicológicamente. En definitiva, es válido considerar que la experiencia religiosa puede resultar ambivalente, y no sólo porque puede ser un factor de riesgo o un factor protector para la salud mental, sino por la misma ambigüedad en que un objeto puede provocar amor y odio, filiación y fobia, deseo de imitar o miedo a su reprobación,... y de ese juego de ambivalencia puede surgir la patología (Domínguez, 2006). Es lo que el lenguaje clásico del psicoanálisis denominaba las pulsiones de vida o de muerte y que hoy, con otros términos y explicaciones, podría­ mos bien asumir para explicar lo que es el juego de la vida emocional y afectiva. En la medida en que la religión acerque más a uno u otro polo de esta dimensión, ésta adoptará un signo u otro. La manera en que resolvamos esa ambivalencia hará que el hecho religioso contri­ buya al desarrollo y potenciación de la persona y los grupos o, por el contrario, a su bloqueo. En cualquier caso, lo que se ha constatado es que, para las per­ sonas creyentes, la religión es un factor poderoso de motivación. Pro­ bablemente ningún otro objeto mental tenga la misma magnitud que la representación psicológica de Dios, porque ningún otro posee un referente tan ilimitado en su extensión, ni implica las dimensiones de absolutez, potencia e infinitud que solemos atribuir a la divinidad (Domínguez, 2006). Probablemente por ello, ninguna otra institución social cuenta con el potencial de deseo que anima y enciende la expe­ riencia religiosa. En pocos terrenos la pasión, el fervor, el entusiasmo, el fanatismo, la compasión, la creatividad, la violencia,... han podido jugar con la intensidad con la que lo hace el campo de la religión. Por eso se dice que “la f e mueve montañas ”. El problema, en resumen, no es tanto el potencial de salud o patología de la experiencia reli­ giosa, sino en determinar qué tipo de experiencia religiosa es la que se desarrolla en las personas y los grupos, qué funciones desempeña y a qué resultados conduce. En sí misma, la experiencia religiosa no posee capacidad de sanar ni de enfermar, pero puede contribuir enor­ memente a una cosa u otra. 18 NAT. GRACIA LVII 1/enero-abril, 2010, 7-51, ISSN: 0470-3790

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