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LA PREDICACIÓN DE SAN LORENZO DE BRINDIS SOBRE SAN FRANCISCO DE ASÍS que el hombre no puede obrar antes de ser y, si no puede obrar, no puede merecer, ya que el hombre merece obrando bien. Este don se lo preparó Cristo, que es verdadero Dios, consustancial, coeterno y coigual al Padre: Todas las cosas m e han sido d ad a s p o r el P ad re mío, y n ad ie con oce a l Hijo, en cuanto que es Dios por naturaleza, sino el P ad re , que lo engendró y le dio todas sus cosas, n i n ad ie con oce a l P ad re naturalmente, sino el H ijo y aqu el a qu ien el Hijo se lo qu iera re­ velar, pues a Dios n ad ie lo vio jam á s; su H ijo unigénito, qu e está en el seno d el Padre, Él lo h a m an ifestado a nosotros (Jn 1,18). Este primer misterio, por tanto, es el de la elección por el beneplácito de la divina voluntad, sin mérito ninguno. III. El segundo misterio es el de la vocación: y a los qu e p redesti­ nó, a ésos tam bién los llam ó: Venid a m í todos (Rm 8,30). Cristo a la vocación la llamó ‘atracción divina’: N adie viene a mí, si el P adre qu e m e enm ó no le atrajere (Jn 6,44). Esta atracción es una atracción de amor, pues Dios mueve el corazón por el amor y el deseo del bien, y el amor no es posible sin un previo conocimiento. Esto es: Revelaste estas cosas a los p equ eñ os ...; a los qu e el Hijo qu isiere revelar el tesoro escondido en el campo. La vocación es, por tanto, una atracción divina desde el mundo a Dios por el amor, desde Egipto y la dura esclavitud del Faraón al desierto sagrado y al servicio divino. De ahí que diga: Venid a m í todos los qu e estáis fa tig a d o s y sobrecargados, y y o os d a ré d escan so , como aconteció a los Hebreos, que trabajaban y estaban sobrecargados en Egipto, pero en el desierto fueron divinamente re­ creados, reconfortados y alimentados (cf. Ex 3, 7-15). Y quizás el Señor piensa en este lugar en el peso de la ley mo­ saica, del que dice Él mismo: Atan cargas p esad a s y las echan a las espaldas d e la gen te (Mt 23 ,4 ); y Pedro: ¿Por qué, pues, ah o ra tentáis a Dios qu eriendo p on er sobre el cuello d e los discípulos un yugo qu e ni nuestros p ad res n i nosotros pudim os sobrellevar? (Hch 15,10). Pues Moisés tenía las manos pesadas (cf. Ex 17,12). Aquella ley era del te­ mor, estableciendo la ley del talión, infligiendo muchos castigos por los pecados, incluso la muerte. Pero la ley del evangelio es ley de amor y de caridad, no ley de servidumbre sino de libertad, no de es­ clavos, sino de hijos; pues, aunque entonces los hebreos constituidos en gracia eran hijos de Dios, no estaban en la situación de hijos, sino NAT. GRACIA LVI 2/mayo-agosto, 2009, 273-300, ISSN: 0470-3790 287

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