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508 ANTONIO DE OTEIZA los niños se cobijan en ella, pareciera que les trasmitiera una ele­ gancia suprema, fuerza y mansedumbre, una alegría reposada y cons­ tante, ni lloran, ni caprichos, ni envidia, nada que desentone de una bondadosa presencia entre los suyos, obedientes y siempre libres, sin el tormento de prohibiciones de sus mayores; esos niños, desde la observación temprana de la naturaleza, lo aprendieron todo. Me llega el recuerdo de una mujer indígena y sus hijos cuando descendíamos en una pobre embarcación por el río Negro, afluente del Amazonas. Entonces anoté algo: la mujer indígena ha estado todo el día sentada con sus hijos en el suelo de la embarcación, en un rincón, y todos tan silenciosos; ella y sus cuatro hijos, tan afa­ bles entre ellos, hasta deferentes cada uno de esos niños con lo que el otro pudiera desear, parece ahora que se está preparando para la llegada. La mujer se ha puesto un vestido de flores, la sen­ cillez del vestido y ella misma descubren alguna elegancia, hay cier­ ta equivalencia entre las sobrias maneras de la mujer indígena y ese tan limpio vestido blanco con flores azules; ella parece que ha alcanzado ese añadido punto de fiesta, de llegada, de impresión para los suyos, pero sin ninguna exageración en otros adornos; o será eso la elegancia, que lo que añadamos no nos cubra nuestros naturales ademanes, o a lo más, que nos ayude a expresarnos. Sus cuatro niños también; los tres mayores, que son niños, de camiseta muy blanca, los tres sonríen siempre cuando se les mira; hasta cuan­ do corren, no molestan; saben respetar los espacios de los demás; el mayor, de unos siete años, me dice que van a ver a la abuela a San Gabriel. La niña tiene dos años, también sabe correr y estar siempre sonriente; a ella le está sucediendo lo mismo, la crece una bondadosa naturalidad, parece que ni involuntariamente podría molestar, hasta cuando estaba sentada en el suelo, con su plato de aluminio sobre sus rodillas, comiendo el arroz; lo hacía limpiamen­ te, sin que nada se le desparramara, ni rehusaba lo que se le ofre­ cía, ni pedía más, y todo lo comía, con lentitud, pero todo. Ella tiene el color de la piel de un suave ocre brillante, los ojos muy abiertos y negrísimos; ahora se nos ha aparecido con un vestido de flequillos a su cintura, de rosado y blanco, de flores también. Todo eso que ellos son, la madre y sus cuatro hijos, es la selva también; para esta familia seguramente sea la naturaleza la mejor compañera y educadora, pero tampoco eso, que la natura-

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