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EL CISMA EN LA IGLESIA CATÓLICA 477 pregunta uno si, para recibir este alegre Mensaje del Salvador, era indispensable hacerle pasar al género humano por la ignominia, la afrenta y las ‘horcas caudinas’ de aceptar que se le proclamase y él mismo se confesase ser un pecador radical congènito, desde antes de nacer. Sin saber «por qué ley justicia o razón» le había sobrevenido tan fatal desventura. 5. E l pec a d o original y la ética sexua l Ya hemos indicado que el prof. Prini dedica un capítulo a hablar «de la ética del placer a la ética de la sexualidad». No entra­ mos en toda la complejidad del tema. Sólo nos referimos a los con­ tactos que el tema indicado tiene con el ‘dogma’ famoso del peca­ do original. Pensamos, en efecto, que, además de otros factores que también influyeron en el fenómeno señalado, la doctrina del pecado original tuvo aquí una influencia de primer grado. 1. El conocido teólogo y obispo anglicano J. A. T. Robinson, en su libro ¿La Nueva R eform a?, afirma que, en la Cristiandad del siglo xx, está en marcha una revolución eclesial no menor que la del siglo xvi. Ya es tópico decir que nuestra época, en todos los sectores de la actividad humana, está impulsando y sufriendo cam­ bios más acelerados y profundos que en cualquiera otra época anterior. Esta revolución tal vez afecte menos a lo que llamamos la ‘dogmática’ que a la moral. Y dentro de la moral corresponde un protagonismo indudable a la llamada «revolución sexual». El pan se- xualismo d e S. Freud y similares, precisamente desde sus extremo- sidades, no ha podido menos de impactar y de dar que pensar a la moral sexual cristiana de siglos pasados. Ahora bien, en la rigi­ dez, superficialidad, pesimismo y desaciertos que los moralistas católicos actuales detectan en la moral sexual tradicional, ha tenido parte importante y, en ciertos aspectos, primordial la teoría del pecado original. 2. Consecuencia perversa y destacada del pecado original ha sido, según sus defensores, el que toda la estructura apetitiva de la psique humana ha quedado viciada, desenfrenada. Así lo propugna la teoría de san Agustín sobre la «concupiscencia», oficializada y mantenida por la Iglesia occidental e influyente en la cultura civil,

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