PS_NyG_2002v049n003p0451_0503

464 ALEJANDRO DE VILLALMONTE muestras inequívocas de su existencia. Eso es una petición de prin­ cipio: supone que tales «personas» espirituales existen y pueden actuar con autonomía y responsabilidad personal. Como podían pensar, por ejemplo, los neoplatónicos cuando hablaban de sus ‘demonios’. O bien se quiere acudir a los casos de posesión dia­ bólica, de exorcismo para demostrar la existencia de Satanás. 3. Es abrum adora la presencia de los demonios en los Evan­ gelios y otros escritos del Nuevo Testamento. La figura de Satanás (el ‘Príncipe de este mundo’) es pieza de la que no se puede pres­ cindir en la urdimbre literaria, redaccional, cultural y hasta folclóri­ ca de dichos textos. Pero no se ha demostrado ni parece pueda demostrarse que esta exuberante demonología pertenezca a la constitución-estructura interna doctrinal, a la intención sustancial docente de los Evangelios. La demonología neotestamentaria per­ tenece al revestimiento cultural, literario, popular de le época en la que tales textos fueron escritos. Pero el núcleo sustancial del Mensaje d e Jesús y sobre Jesús de Nazaret, el Hombre en quien Dios ha puesto la salvación de los hombres —nada interesante y de valor salvífico pierde si hoy mismo omitimos cualquier alusión al enemigo ‘personal’ de Jesús llamado Satanás. La incontinencia verbal con que la posterior tradición cristiana ha hablado, en cier­ tos siglos, sobre Satanás y su actividad en la historia humana, no es garantía fiable de que Satanás sea una realidad personal, al modo como allí se proclama. Por el contrario, hoy nos resulta desagradable el recuerdo de la inmensa y fantástica «literatura satá­ nica» producida en Europa durante los siglos xv-xvm, sobre todo. Esta farragosa y variopinta ‘literatura satánica’, los procesos de bru­ jas, los relatos de posesiones diabólicas y exorcismos de que habla la historia europea de estos siglos constituyen un capítulo luctuo­ so de la historia doctrinal y de la vida práctica de la Cristiandad occidental. Me parece muy probable que, hoy mismo, muchos cris­ tianos —teólogos o no— puedan llegar a sentir vergüenza ajena al conocer tales textos y tales afrentosos acontecimientos. Que no son testimonios de que abundase la fe, sino de que sobreabunda­ ban la credulidad y la superstición 4. Así, pues, debemos negar taxativamente la realidad perso­ nal a Satanás bajo cualquiera de sus denominaciones, y decidirnos por una lectura mítico-simbólica de los textos teológicos que hablan

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz