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442 FELIPE F. RAMOS La confianza en la oración tiene sus raíces en lo hecho por Yahvé a favor de su pueblo en el pasado, que es la mejor garantía del presente. Dios siempre es fiel (Sal 77, 2-4.12-21). «Por eso está mi alma acongojada y desfallece mi corazón. Me acuerdo de los tiempos antiguos, medito en todas tus obras, considero lo hecho por ti. Y alzo a ti mis manos y mi alma, como tierra sedienta de ti» (Sal 143, 4-6). El salmista considera las calamidades que está experimentando como si fueran fruto del juicio de Dios que ha dictado sentencia con­ denatoria contra él por sus pecados (143, 2). Pero en esta situación, el salmista apela al amor y a la fidelidad de Dios y pasa enseguida a rememorar las antiguas acciones salvadoras del Señor (véase el Sal 77, 6-12) en continua súplica, como en los Sal 28, 2; 63, 5; 141, 2, que son como la esperanza del sediento ante el agua segura 55. La experiencia del auxilio merecido o la certeza de su presen­ cia salvadora se convierte en el estímulo obligado para cantar la bondad y el poder de Yahvé: «Acordóse Yahvé de mí; me vio redu­ cido por mis enemigos a la angustia. Y me sacó de las puertas de la muerte, para poder cantar tus alabanzas en las puertas de la hija de Sión y regocijarme por tu auxilio salvador» (Sal 9, 14-15). El canto de la «gloria» de Dios, de su poder y grandeza, per­ ceptibles en la creación, en la historia y en el juicio —particular­ mente celebrados en los himnos— hablan elocuentemente de la conciencia profundamente religiosa de la vida personal. Las accio­ nes salvíficas de Dios, expresadas en la manifestación gozosa de la devoción personal, las resume maravillosamente el himno 103: «¡Bendice, alma mía a Yahvé, bendice todo mi ser su santo nom­ bre! ¡Bendice, alma mía a Yahvé, y no olvides ninguno de sus favores: perdona tus pecados, sana todas tus enfermedades, resca­ ta tu alma del sepulcro, derrama sobre tu cabeza gracia y miseri­ cordia, sacia tu boca de todo bien, hace justicia y juicio a todos los oprimidos...» (Sal 103, lss., hasta el 10). En él vivimos la realidad portentosa de la trascendencia divina (su santidad) sobre el mundo que, desde el principio, le separa de los acontecimientos naturales y de la marcha de la historia e impide que sea identificado con ellos. Más aún, la fuerza vital de absorción 55 G. F l o r S e r r a n o , o . c ., p . 399.

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