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330 ABILIO ENRÍQUEZ CHILLÓN ñas y excelentes que sean. Digno remate de este maravilloso y bellí­ simo soneto. Permítaseme un corolario final estrictamente personal apoyán­ dome en mi profesión franciscana. Es además el cumplimiento de algo prometido en los comienzos. Unas notas sobre su posible autor. Respeto absolutamente todos los pareceres que sobre el asunto dejo consignados. Creo que también yo tengo derecho a exponer el mío. La construcción teológico-mística de todo el soneto se desen­ vuelve en una línea de puro amor, desinteresado y en una direc­ ción marcadamente cristocéntrica visible en el segundo cuarteto. La atmósfera espiritual y afectiva que ambienta todo el poema es de una entrañable devoción a Cristo crucificado. No es que éste sea el tema central ambientador del soneto, como pudiera darlo a enten­ der el título con que frecuentemente figura «Soneto a Cristo crucifi­ cado». El tema propiamente es el de exponer las razones que el autor tiene para amar a Dios y del modo que lo hace. Toda esta temática, la espiritualidad que la envuelve y la cons­ trucción teológico-mística que la configura están en perfecta armo­ nía y consonancia con la teología y mística franciscana, más cristo- céntricas que ningunas otras, y más en línea también con el voluntarismo afectuoso y amoroso bonaventurano y escotista. Su espiritualidad es no menos acusadamente franciscana, tan impreg­ nada de ese amor al Crucificado que briza todo el espiritualismo franciscano por haberlo heredado de su Seráfico Fundador llamado el Crucificado del Alverna por el sitio donde fue estigmatizado. Que el autor del soneto concentra su amor puro en Cristo, y éste crucificado, como añadiría san Pablo, no cabe la menor duda, pues a expresar este su modo de amar a Dios dedica nada menos que la mitad del soneto, segundo cuarteto y primer terceto. El cristo- centrismo, pues, del soneto no puede negarse, pues, si bien Cristo no es el objetivo propio del soneto, sí es su inspirador. El cristocen- trismo teológico es un distintivo singular y privativo de la teología franciscana. Tampoco cabe la menor duda que san Francisco es el dechado de esa forma de amar a Dios. Cristo mismo lo vino a con­ firmar, pues quiso que el que tanto había hecho por parecérsele en el espíritu lo fuera también en su cuerpo y en él estampó visibles sus cinco llagas.

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