PS_NyG_2001v048n001p0007_0064

62 FELIPE F. RAMOS historia de su pequeño pueblo y de la antigüedad del Oriente Pró­ ximo, con sus debilidades y su grandeza, con sus hombres de Dios y sus pecadores, con su lenta evolución cultural y sus avatares políticos, con sus derrotas y sus victorias, y con sus aspiraciones a la paz y al reino de Dios. Cuando tratamos el misterio de la Encarnación no lo aborda­ mos —al menos no debemos hacerlo— partiendo de la distinción entre lo divino y lo humano. Ambos son aspectos parciales desde los que debe ser comprendido Jesús de Nazaret y el Señor. Pero el interés último no está en la consideración diacronica sino en la sin­ crónica. Nos centramos, en nuestra finalidad suprema, en el aspecto total. En Jesús de Nazaret, punto esencial de nuestra reflexión, ha surgido, por la acción poderosa de Dios, el Señor, el Hijo de Dios (Hch 2, 36; Rom 1, 4). Aplicando estas reflexiones evidentes y necesarias al tema que nos ocupa debemos afirmar, paralelamente, que el mismo complejo literario tiene una doble dimensión: lo llamamos Biblia en cuanto documento de la antigüedad de cuya mentalidad y concepciones nos informa; lo llamamos Sagrada Escritura en cuanto que es Palabra de Dios o tiene fuerza y autoridad divinas. Una fuerza y una energía que no es del orden de la energía que tiene todo lenguaje y toda literatura; viene de más allá de la pala­ bra misma y se atribuye al espíritu de Dios que se comunica en ella o se revela: «Es una fuerza de Dios para la salud-salvación de todo el que cree» (Rom 1, 16). Desde el punto de vista teológico esto significa que la palabra eterna nos es transmitida en el tiempo a través de unos textos exi- gitivos de la adecuada interpretación. Es lo mismo que ha sido fuertemente subrayado por el método exegético de la historia de las formas al acentuar la duplicidad de los evangelios: quieren ofrecernos más que una mera interpretación; pretenden originar la fe y, por tanto, predican dicha fe. Contienen y transmiten la pala­ bra que Dios nos dirigió y nos comunicó rompiendo su silencio. La apresan y expresan en lenguaje humano y sus correspondientes formas literarias; no siempre sin equivocarse, pero siempre por encargo divino. Por eso es imposible comprender la Palabra eterna sin estu­ diar las palabras humanas; imposible anunciar la salvación sin

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz