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50 FELIPE F. RAMOS formas: afectivos o afectuosos, cariñosos, crueles, sentimentales, más humanos, más cercanos a la conducta del hombre, más con­ sonantes con lo que el hombre hace, más parecidos a las costum­ bres humanas... Dios se com p la ce con el grato olor de los sacrificios (así ocu­ rrió con el que le ofreció Noé después del diluvio). Como nos com­ placemos nosotros con el olor de un buen guiso sabroso (Gén 8, 20-21; se repite aquí lo que ocurrió con Caín y Abel (Gén 4, 2b-4). Dios m ira d esd e a r r ib a y se acerca cuando es necesario para ver cómo van las obras de la torre de Babel y entorpece aquella cons­ trucción soberbia mediante la confusión de lenguas. También noso­ tros abandonamos una obra proyectada en común y cada uno de los participantes en ella se va por su camino (desacuerdo, desunión, ruptura, distanciamiento..., que eso es lo que significa la confusión de lenguas. Esta expresión nada tiene que ver con el origen de las diversas lenguas que hablan los distintos grupos humanos). Pedimos a Dios que no nos olvide, como lo hacemos con un benefactor nuestro al que debemos muchos favores y que es lo sufi­ cientemente rico y dadivoso para hacernos más (Sal 42, 10; 12, 2; 76, 10; Zac 13, 9). Decimos que Dios nos llam a cuando, a través de las múltiples formas que tiene para ello, hace llegar su voz hasta lo más íntimo de nuestra conciencia (Éx 3, 4; IRe 3, 4). Hablamos del ojo d e Dios, al que nada ni nadie escapa, para acentuar su cercanía, su proximidad a nosotros y nuestra incapacidad de escaparnos de su mirada aunque le volvamos la espalda o sencillamente nos alejemos de él (Deut 32, 10; Sal 17, 8; Job 23, 23; 2Cron 6, 40). Recurrimos al d ed o d e Dios o a su m an o pensando en la ayuda que puede prestarnos, y en su b r a z o descu b ierto (nosotros deci­ mos «arremangado», que es lo que hacemos cuando tenemos que trabajar en serio). Aplicado a Dios puede significar ayuda o castigo (Núm 11, 23; Esd 8, 22). Describimos el co razón d e Dios como si latiese al mismo ritmo que el nuestro (Os 11, 8; Gén 6, 6; Jer 3, 15) y hablamos de sus en trañ as (Is 49, 14) como si tuviesen la misma finalidad que las nuestras. Le llamamos padre o hijo como hacen los hijos con su padre y éste con aquellos (Jer 3, 4; Is 9, 6) 35. 35 H. A. M erten s, o . c ., pp. 74-75.

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