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40 FELIPE F. RAMOS tende subrayar es que nadie tiene derecho a dictaminar sobre la bondad o malicia moral del prójimo, sobre su caminar recto o equivocado, su pertenencia al Reino o la exclusión del mismo. Nadie puede tomarse la justicia por su mano. La justicia del evan­ gelio, que es la actividad salvadora de Dios realizada en Cristo, la administran ellos, no nosotros. A nosotros nos corresponde la glo­ ria y el honor de aceptar esta oferta y no pronunciarnos sobre la actitud de los demás (Rom 2, 5-8). Al final de los días extenderá su venganza a todos aquellos que se han opuesto a los planes de salvación (Le 21, 22-23; 2Tes 1, 8). Esta venganza en realidad no es castigo, sino autocastigo; no es exclusión de la vida, sino autoexclusión de la misma. ¿Es que ya no es admisible en ningún caso la ley del talión? El libro del Apocalipsis lo admite como posible y aceptable en casos extremos (Apoc 18, 6-8. 20: se pide que caiga sobre Babilo­ nia, que es Roma, tanto mal como ella ha hecho recaer sobre los cristianos). Ante esta constancia clara del libro del Apocalipsis sólo se me ocurre añadir que el mandamiento del amor es el prin­ cipio supremo regulador de las relaciones interhumanas. Pero cree­ mos que no puede aplicarse como principio obligatorio de las relaciones entre el hombre y la bestia, entre el hombre y el asesi­ no profesional, porque éste ha renunciado a la categoría y a la dignidad del ser humano. VI. EL DIOS FAMILIARIZADO CON EL HOMBRE Aunque no todos los autores lo hagan, nosotros consideramos como antropomorfismos la cercanía de Dios al hombre a través de los sueños. Son muy significativos el de Jacob, que vio una escalera que unía la tierra con el cielo y a los ángeles de Dios, subiendo y bajando por ella (Gén 28, 12-22: la visión, con el recurso a los ánge­ les, simboliza la presencia de Dios en nuestro mundo, aunque no se hable de la visión de Dios. El santuario de Betel es consecuencia de la visión que Jacob tuvo de noche en aquel lugar. A ella hace referencia Jesús de Nazaret, afirmando que el simbolismo de la esce­ na descrita se realizaba plenamente en su persona. De este modo afirmaba la presencia de Dios en él (Jn 1, 51). De forma similar el

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