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36 FELIPE F. RAMOS • Los gobernantes del mundo somos nosotros, no él; la natu­ raleza y no los parlamentos; los procesos de la naturaleza y no unas leyes inconscientes, carentes del discernimiento necesario para saber imponerse y dictaminar objetivamente lo que es bueno y lo que es malo, sin violar la intimidad de la conciencia; la arrogancia y el poderío humanos declaran la guerra y destruyen a aquellos en los que ven un peligro para su afán de poder. • A lo largo de la Biblia Dios f u e secu larizándose; separando su jurisdicción de la nuestra; dándonos el poder de «gobernar y dominar la tierra»; responsabilizándonos de todo aquello que él ha dejado en nuestras manos. El concepto de Dios se dignifica y subli­ ma en la medida en que le alejamos de un intervencionista fa ta lis ­ ta y excluyente y aceptam os la responsabilidad del hom bre en rela­ ción con la obra creadora. De no ser así —y no lo es para mucha gente— habríamos tergiversado las relaciones de hombre-Dios. ¿Quién es superior a quién? ¿Quién está subordinado a quién? Invo­ camos a Dios, a la Virgen o a sus santos para que venga la lluvia, cese la guerra, no exista el hambre, no haya accidentes... ¿Es que le hacemos responsable de nuestras desgracias? Entonces estamos poniendo a Dios al servicio del hombre. Estamos prostituyendo la religión bíblico-cristiana. ¿No es el hombre el que debe estar al ser­ vicio de Dios, intentando descifrar su misterio y conformarnos, en cuanto a la conducta se refiere, a la voluntad de Dios? • Al recoger la Biblia las dos caras de Dios, del Dios trem en ­ do y fa s c in a n t e («mysterium tremendum et fascinans») nos ofrece la garantía suprema de la autenticidad de la experiencia religiosa, que se da en la comprensión de la majestad de Dios. Constate­ mos que el rostro fa s c i n a n t e del amor va caminando con paso firme hacia la superación de la cara tremenda de la violencia de todo tipo. • En este caminar al encuentro del rostro fascinante del amor, por vías frecuentemente violentas, deben aducirse como atenuantes causas nobles, como la implantación de la justicia, las relecturas pacifistas de operaciones violentas, la imparcialidad del juicio y de la acción de Dios, la preparación de un tiempo ideal de paz, la sus­ titución de un principio inadecuado e insuficiente de retribución por otro que llegue a superar todos los anhelos más profundos del hombre. Muchas veces el fin ha justificado los medios.

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