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736 JOSÉ MARÍA DE MIGUEL las puertas, pues no había sitio para él en la posada, y ha de nacer a la intemperie, acogiéndose al calor de los animales, ya que le faltó el de los humanos: su madre «le acostó en un pesebre» (Le 2, 7). El misterio de la Encarnación, centro del Jubileo, es misterio de asombro: ¡cómo no asombrarse del Dios Santo que hace suyo el pecado, que carga con él!, ¡cómo no admirarse del Dios Santo («el que ba de nacer será santo y se le llamará Hijo de Dios»: Le 1, 35) que se acerca a recibir el bautismo de Juan mezclado entre pecado­ res (Le 3, 21), que parece disfrutar en su compañía, pues come fre­ cuentemente con ellos, que dice de sí y de su misión que no ha sido enviado a los sanos, sino a los enfermos, no a los justos sino a los pecadores (Mt 9, 12s.; Le 19, 10)! El misterio de la Encarnación es el gran misterio de los contrastes, pues todo lo que no es Dios, es decir, nosotros, con nuestras limitaciones y fragilidades, con nues­ tra finitud, nuestra breve vida temporal, Dios lo hace suyo7, todo menos el pecado, aunque éste lo carga sobre sus hombros para cla­ varlo en la cruz él, «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29). El misterio de la Encarnación es misterio de inter­ cambio (‘admirabile commercium’): todo lo nuestro lo hace suyo el Dios eterno, infinito, santo, bueno, inmortal..., precisamente para sanar nuestra debilidad y darnos parte en su propio ser, haciéndo­ nos partícipes de la naturaleza divina (2Pe 1, 4) 8. El Gran Jubileo, por eso mismo, es, sobre todo, un tiempo de acción de gracias, por­ que «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14). Todos los bienes nos llegan de aquí, de esta unión inefable del Hijo de 7 «Porque en el misterio santo que hoy celebramos, Cristo, el Señor, sin dejar la gloria del Padre, se hace presente entre nosotros de un modo nuevo: el que era invisible en su naturaleza se hace visible al adoptar la nuestra; el eterno, engen­ drado antes del tiempo, comparte nuestra vida temporal para asumir en sí todo lo creado, para reconstruir lo que estaba caído y restaurar de este modo el universo, para llamar de nuevo al reino de los cielos al hombre sumergido en el pecado» (Prefacio II de Navidad). 8 «Por él, hoy resplandece ante el mundo el maravilloso intercambio que nos salva: pues al revestirse tu Hijo de nuestra frágil condición no sólo confiere digni­ dad eterna a la naturaleza humana, sino que por esta unión admirable nos hace a nosotros eternos» (Prefacio III de Navidad). Y en el Prefacio de la Epifanía: «al manifestarse Cristo en nuestra carne mortal nos hiciste partícipes de la gloria de su inmortalidad».

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