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TRINIDAD Y EUCARISTÍA EN EL AÑO JUBILAR 733 con su paso todo lo demás: personas, memorias, obras; todo se lo traga irremediablemente el tiempo, ¡y en poco tiempo! «El hombre nacido de mujer, corto de días y harto de pesares. Como flor, brota y se marchita, se esfuma como sombra pasajera» (Job 14, 1-2). Es la fosa común a donde van a parar ricos y pobres, grandes y pequeños, sabios y torpes, gobernantes y gobernados (cf. Job 3, 13-19); pirámi­ des y acueductos, catedrales y ermitas. Todo se desliza Cpanta rhei’), decían los antiguos, todo corre imparable, irreversiblemente, al encuentro con la muerte. Pero más allá del tiempo, que es la medida de este mundo, de nuestras vidas, de la historia, está Dios, la eterni­ dad de Dios, sin confines ni orillas, sin límites, erosiones o desgastes, envolviéndolo todo, penetrándolo todo, llenándolo todo con la inmensidad de su ser, de su existencia divina. Por eso tenemos con­ fianza, «porque sabemos que si esta tienda, que es nuestra morada terrestre, se desmorona, tenemos un edificio que es de Dios: una morada eterna, no hecha por mano humana, que está en los cielos * (2Cor 5, 1), texto en el que se inspira el Prefacio I de difuntos: «Por­ que la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transfor­ ma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una man­ sión eterna en el cielo». Así, pues, el tiempo todo lo consume lentamente, enfilándolo hacia su destrucción inexorable, hacia la muerte sin remedio; la eternidad todo lo salvaguarda en su integri­ dad, en su plenitud, sin riesgos ni amenazas: «en efecto, es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de inmortalidad» (ICor 15, 53). El paso de un milenio, además del cómputo cronológico de mil años transcurridos, evoca algo más, que trasciende el propio tiempo: nos trae a la mente el pensamiento de Dios como plenitud del tiem­ po, la eternidad como redención y sanación definitiva de este discu­ rrir del tiempo hacia la consunción de todo lo que es y existe. El tránsito del milenio tiene, pues, una dimensión simbólica, más allá de los fríos cálculos astronómicos, a saber: que el tiempo, nuestro modo de contar el paso de los días y los años, remite a la eternidad, que la dimensión temporal constitutiva de la condición humana, y de todas nuestras obras, está llamada a alcanzar la verdad de su ser, a lograr la realización de aquellos sueños, anhelos y deseos más hon­ dos: la vida para siempre y en plenitud de gozo. Pero hay más: el cambio de milenio se refiere directamente al acontecimiento más

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