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716 ALEJANDRO DE VILLALMONTE sustancial, identificada con el ser mismo del que la posee, pertene­ ciente a su estructura metafísica. Por tanto, si quitamos a este hom­ bre, a este espíritu el deseo, la apetencia y capacidad positiva de participar en la vida íntima de Dios, parece que lo desnaturaliza­ mos, lo transfinalizamos, lo transformamos en otro ser. Sería otro tipo de hombre. He mencionado a Jesús de Nazaret, hombre de nuestra raza, porque en él se nos ha revelado en plenitud, la llama­ da y destino del hombre a la vida eterna. Recordemos las palabras del Vaticano II: «En realidad , el misterio del hombre sólo se esclare­ ce en el misterio del Verbo encarnado» (GS, 22). Un texto de san Buenaven tura nos ayudará a ver mejor esta afirmación: que dentro de la potencia ordenada de Dios (sin recur­ so a su potencia absoluta) no parece posible la existencia de una naturaleza pura, no llamada a la visión beatífica. Dice el Doctor Será­ fico que Dios ha hecho al alma humana para la visión beatífica (forma beatificabilis) . Y como el fin determina la naturaleza de los medios, para ese fin la creó como imagen de la Trinidad y, por ello, con el deseo natural de llegar a participar en la vida de la Trinidad. Y por eso y para eso le dotó de inmortalidad, la hizo inteligente y libre para poder oír y responder a Dios; capaz de mérito y de coo­ peración con la acción de la Gracia 20. Este texto bonaventuriano confirma nuestra observación: que, si tenemos este deseo natural de ver a Dios, ello ocurre dentro de este proyecto divino de salvación, dentro de esta estructura metafísica concreta que nos hace ser así. Si fuésemos transfinalizados, seríamos también transnaturalizados, seríamos otro tipo de seres racionales. Finalmente, es del todo aceptable la observación que se ha hecho por otros autores: la gratuidad o no gratuidad de la Gracia no depende de que se afirme o se niegue la posibilidad real de una ‘naturaleza pura. Negada esta posibilidad, la gratuidad del Sobrena­ tural queda bien garantizada. Al menos dentro de la concepción franciscana de Dios infinitamente liberal y libérrimo, cuya actuación en la historia no queda restringida por las condiciones de ser que él mismo ha creado en el hombre. 20 Breviloquium, p. II, c. 9, nn. 2-4; V, 226-227.

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