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622 ISABEL ORELLANA VILCHES cen algunos características propias que conviene tener en cuenta: «ser un amor inmotivado y ser un amor creador». Y no son cuestio­ nes triviales ya que, de este modo, Rivera se ha centrado en la ver­ tiente teológico-metafísica para recordarnos que esas dos notas son las que caracterizan al amor que Dios nos tiene. Eso por una parte. Por otra, le permite elevar un interrogante dirigido a todos, que deja abierta la puerta a una parénesis: «¿Cómo practicamos nosotros, los humanos, este amor?». Es aquí donde surge una radical distinción: no es lo mismo el amor que se dirige hacia Dios que el orientado hacia nuestro prójimo, en el sentido evidente de que Dios nos tras­ ciende, y que al ser él mismo amor-donación el ser humano no puede ofrecerle nada que le falte. Puede, eso sí, alabarle y darle gracias como hizo María, nos ha recordado el autor. Ahora bien, la duda sobreviene cuando este amor se dirige al prójimo. Aquí se revela la indigencia y pequeñez del ser humano. Pero eso no tiene por qué constituir problema alguno. La llamada a la vivencia de la santidad y la determinación a llevarla a cabo es la única respuesta que cabe ante la práctica del amor-donación que debemos expre­ sar a nuestros semejantes. Es en este lugar, donde de forma magní­ fica Rivera nos conduce hacia la idea de ese Padre celeste que extiende sus manos hacia todos los seres humanos sin distinción: justos o injustos, ya que el amor de Padre no entiende de estas cla­ sificaciones de puro inmenso que es. De ahí que haya que perdo­ nar, acoger, abrir nuestros brazos a todos nuestros semejantes... Y es aquí donde brilla, una vez más, el espíritu franciscano de Rivera al poner de relieve, junto a todos los santos que han sido ejemplos de este amor-donación, la figura de san Francisco, que amaba a todas las criaturas. La imagen tomada del santo para subrayar esta honda reflexión es bien hermosa y elocuente: «Nadie se maravillará de que recuerde con afecto contenido la figura del Pobrecillo de Dios, san Francisco, capaz de amansar al lobo de la selva, símbolo del hombre-lobo, que tantas veces se ha comido al desvalido cordero»25. Naturalmente, habremos de aceptar que ahora adquiere un nuevo sentido la tesis de Rivera, subrayada anteriormente, que afirma que «el 25 E. Rivera, ibid., p. 109 .

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