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MÁRTIRES Y MARTIRIO 503 mismo tiempo que hacemos votos porque su proceso de beatificación llegue a buen fin en la Congregación de las Causas de los Santos, será un gesto de evocación agradecida la referencia a la vida y muerte de cada uno de los Padres y Hermanos Capuchinos de Castilla, que, según el aprecio popular, recibieron de Dios la gracia del martirio. Abren la marcha gloriosa seis religiosos pertenecientes a la Comunidad de Jesús de Medinaceli (Madrid). Cuando el 2 de julio de 1936 el convento fue asaltado por los milicianos, casi todos los religiosos lo habían abandonado, buscando sustraerse en lo posible a la persecución ya iniciada. El primero en caer víctima de la misma fue el P. Andrés d e P a la zu elo (Miguel González González, 1883- 1936). La consigna dada a los milicianos, que lo detuvieron el día 30 de julio en la pensión San Antonio, fue: «Ahí no debéis dejar ni el gato: hay frailes y monjas». Al P. Andrés se lo llevan porque es fraile. Busca la fortaleza contemplando el crucifijo y, ante las burlas de los milicianos, sólo dice las palabras de Jesús: «Perdónalos, Señor; no saben lo que hacen». Su cadáver apareció en la pradera de San Isi dro el 31 de julio por la mañana. El P. F ern ando d e Santiago (Fer nando Olmedo Reguera, 1873-1936), abogado antes de entrar en la Orden Capuchina y Secretario del P. Provincial de Castilla, al ser dete nido por una pandilla de milicianos, el 11 de agosto de 1936, era consciente de la probabilidad de una muerte inminente, que para él era un martirio deseable. «¡Qué hermoso es el martirio! Si acaso Dios quisiera concederme dicha tan grande...!». Así lo expresó aquel mismo día. Y a la mañana siguiente aparecía acribillado por las balas en los jardines del cuartel de la Montaña. En el mismo sitio y cinco días después, el 17 de agosto, era ejecutado, por el delito de ser reli gioso, el P. Jo sé María d e Manila (Eugenio del Saz-Orozco Montera, 1880-1936). El misionero de potente voz, que daba entusiastas vivas a Cristo Rey y que había manifestado frecuentemente sus deseos de derramar la sangre por Jesucristo, gritaría, como consta de tantos otros: «¡Viva Cristo Rey!», ante el piquete de ejecución. El calvario por varias cárceles lo sufrió el P. Ram iro d e Sobradillo (José Pérez Gon zález, 1907-1936) hasta que un tribunal popular le sentenció a una sección carcelaria de la que se escogían de cuando en cuando gru pos para ser fusilados. Allí el P. Ramiro se convirtió en consuelo para los otros compañeros: «Sea lo que Dios quiera —decía— ; si conse guimos el martirio, es la gracia más grande que Dios nos puede hacer: así es que, ¡ánimo! La Santísima Virgen nos dará valor para
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