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218 ALEJANDRO DE VILLALMONTE forma consecuente y operativa a lo largo de la investigación, en el examen y valoración de cada una de sus partes. En el capítulo primero (pp. 39-86) se estudia «el origen abso­ luto/primero de todas las cosas», del universo considerado en su globalidad. En este primer momento, el hagiógrafo se figura la tie­ rra como una estepa árida, sin vida, amenazada por las temibles aguas primordiales. Modo de ver los comienzos del mundo no muy alejado de la visión que de los mismos tenían los mitos mesopotá- micos, de los cuales los mitos hebreos son deudores. El capítulo II comenta el origen de la raza humana, tal como podía imaginársela un escritor hebreo de los siglos x-viu antes de Cris­ to (pp. 87-135). La «antropogénesis» mítica que en este texto se ofrece entró en duro conflicto con la antropogénesis que, desde mediados del siglo xix, vienen proponiendo las ciencias empíricas de la moder­ na cultura europea. Tal vez los científicos “pecaban” de desmesura científica al exhibir sus conclusiones como contrarias a la narración de la Biblia e intentar, en casos, desacreditarla. Pero los exégetas y teólogos se aferraban con obstinación a los métodos y conclusiones de una hermenéutica proveniente de épocas históricas, de circunstan­ cias religiosas y culturales muy distintas y distantes de la modernidad en que nos encontramos. Entre otros, como motivo fundamental, deci­ sivo para oponerse a las nuevas conclusiones de la ciencia, hay que indicar el temor que teólogos y exégetas tenían a que se desposeyese de base bíblica al «dogma» del pecado original. «Dogma» de multi- secular vigencia, tenazmente defendido por el Magisterio oficial y básico en la forma que ellos tenían de proponer el Cristianismo. Ver­ dad «perteneciente a la entraña del Evangelio», según decía algún entusiasta de esta doctrina. Nosotros hemos eliminado de nuestro credo la doctrina del pecado original, con toda la constelación de afirmaciones preceden-' tes, concomitantes y consiguientes que lo configuran desde hace más de quince siglos. Por eso, aceptamos de lleno la conclusión que se colige, con suficiente claridad, del trabajo exegético de AV: la doctrina eclesiástica sobre el pecado original (originante y origina­ do) carece de cualquier fundamento en la narración de Gn 2-3. Una consecuencia muy apreciable también a la hora de proponer el Men-

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