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234 ALEJANDRO DE VILLALMONTE mente, que el que sufre una “pena” es porque ha faltado. En forma similar, también el hombre primitivo piensa que si alguien sufre, sobre todo “tanta miseria”, es porque ha ofendido a los dioses. San Agustín dice tajante: «sufren los niños, luego son culpables». Obvia­ mente, por mor del «antiguo pecado». Pero dejemos las poco afortunadas “especulaciones” de la teo­ logía sistemática y volvamos a leer lo que sobre la dura condición humana intenta decir el mito de Gn 2-3. La tarea puede resultar fácil, después de lo dicho en páginas anteriores. Para el hagiógrafo/mitó- grafo de Gn 2-3, las varias penalidades y la triste necesidad de morir son connaturales, estructurales, constitutivas de la vida del hombre: un ser en devenir, en ritmo de crecimiento. Pertenecen a la crea­ ción continuada a la que, por ser limitado, está sometido, bajo el cuidado y voluntad de Yahvé. La vida humana «es un gerundio: un “faciendum”, no un “perfectum”», decía un filósofo. Y ha pesar de esta radical e invencible incompletez, no hay vestigios de que el hombre histórico sea, por definición, un «hombre caído», el «homo lapsus» de la antropología teológica. Verdadero “árbol caído”, del cual parece que algunos nunca terminan de hacer leña. Todavía hoy día muchos se dejan impresionar por los «castigos y hasta maldiciones», que Yahvé impone al varón, a la mujer, a la misma serpiente, y por el destino adverso que a cada uno le señala y pro­ nostica. Sin, embargo, dentro del lenguaje del mito tales «maldiciones» no implican ningún tipo de «castigo» en sentido riguroso de la moral o del derecho penal (pp. 302-208). La exégesis y la teología de siglos pasados han cargado de intención moralizante, pura y dura, las pala­ bras de Yahvé. Las han interpretado como un «castigo» por un «peca­ do», como la expulsión y caída de la pareja, desde un estado elevado y feliz, en un valle de lágrimas. En realidad Dios no expulsa a la pare­ ja de un «paraíso de delicias», ni les despoja de todo equipamiento ‘sobrenatural’ con que les habría enriquecido anteriormente. Lo que Dios hace es señalar unos justos límites a las pretensiones del hom­ bre: «redimensionar», reconducir a sus propias, connaturales fronteras la actuación de todo hombre, simbolizado por la primera pareja. Ya hemos dicho que el acceso al conocimiento y a las conquistas y avan­ ces de la vida civilizada está llena de ambigüedades que el narrador de Gn 2-3 delata. Dios quiere, providencialmente, prevenir al hombre contra el peligro de desmesura, de traspasar las fronteras de su con-

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