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NO HEMOS PERDIDO EL PARAÍSO 233 expresado su interpretación del hecho en doble dirección básica: incontables mitos y la filosofía idealista de tipo platónico, han pen­ sado y dicho que esta situación desgraciada del hombre histórico es efecto de una «caída», de un «pecado» cometido en la existencia ante­ rior. Localizada sea en el mundo ideal celeste (Platón), sea en la pre-existencia ubicada en el tiempo y espacio originario, y primor­ dial de los que hablan los mitos de los orígenes, de la «edad de oro» de la humanidad. En todo caso, la dura situación actual del hom­ bre, sería resultado de una «caída», de un «pecado» (desventura, fata­ lidad, degradación, obcecación), de la «expulsión» de un estado mejor. Parece que todos ellos hayan hecho suya la frase del poeta: «y soñé que en otro estado más lisonjero me vi» (La vida es sueño , Calderón de la Barca). Otros, al parecer de talante más empírico y positivista, aceptan la existencia humana tal cual es, con su toda dureza e, incluso así, como «normal», connatural, en un ser de carne y hueso, inmerso, por su corporeidad, en el proceso evolutivo de la generación y corrupción. Sobre la dureza de cada existencia y de toda la historia huma­ na no necesitamos insistir. Estamos bien informados por la expe­ riencia de cada día. A mayores, podemos oír, el discurso intermina­ ble de los existencialistas de nuestro siglo, que habla sobre el desgarro sufrido en las profundidades del espíritu (del individuo y de la sociedad), sobre la angustia existencial radical, que parece constitutiva del ser humano. «El malestar de la cultura» no sólo lo ha detectado S. Freud en el siglo xx, la ha sentido, con mayoc o menor intensidad, la raza humana desde hace milenios. P ero v ea­ mos cu á l es e l sen tir d el au to r d e Gn 2-3 , tal com o nos lo o fr e ce AV en su comentario. Para captar el mensaje de Gn 2-3 lo primero que corresponde hacer es limpiar la mente de la argumentación agustiniana-tradicio- nal, tan cargada de apriorismos. El hecho de que el hombre sufra, incluso mucho, no demuestra que sea culpable. Así lo dijo Jesús con toda claridad (Jn 9, 1-3). Pero san Agustín y los que han aceptado su argumentación, se han dejado llevar por el hechizo del «mito d e la pena», tan vigoroso en las mentes primitivas e infantiles. Espe­ cialmente los niños, al no tener conciencia personal, interiorizada de lo que es bueno o malo, unen lo “malo” a la “pena” que, de algu­ na manera, les imponen los mayores. Por eso piensan, irreflexiva-

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