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NO HEMOS PERDIDO EL PARAÍSO 227 3.2. Los s u c e s o s d e l « p a r a ís o » La tradición cristiana localiza en el “paraíso terrenal” variados y sucesos de importancia trascendente para la historia sucesiva de la humanidad. Podemos sintetizarlos en estos tres conceptos, cargados de intensa realidad y simbolismo al propio tiempo: «tentación», «peca­ do», «castigo». Entendidos los tres con una fuerte carga teológico- moral. La tentación-seducción la ejerce la serpiente, que es presenta­ da como agente/encarnación de los poderes del mal. Personalizados, a su vez, en el diablo. La seducción -tentación es ejercida luego por la mujer respecto a su hombre. El comportamiento de éste es califi­ cado como rebelión contra Dios, quebrantamiento de un grave pre­ cepto divino; soberbio intento de querer ser igual a Dios. Se insiste en su gravedad única y excepcional, tanto en sí mismo como por los efectos que de él se siguieron. El «castigo» implica la expulsión del paraíso y la consiguiente sujeción del hombre a toda clase de sufri­ mientos y a la muerte. Pero dejemos que el mito de Gn 2-3 nos hable su propio lenguaje. Es claro que la narración tiene una intención e interés religioso: Mostrar que las instituciones importantes, estructurales del progreso y de la a cultura humana y, especialmente, el ejercicio del conocimien­ to, base de todas ellas, son un don de la divinidad, en el caso, de Yahvé, el Dios del escritor hebreo. Con ello se completaría la narra­ ción de la creación del hombre por parte de Dios. Creación que no termina ya con donación del ser, inhalando en el barro un aliento de vida. Crea la mujer para ayuda del varón, para que el ser humano quede acabado de hacer. Y, juntos, participan luego en la creación de las instituciones, que son la base del progreso humano. En esta expli­ cación, Gn 2-3 no se aparta de la intención docente con la que son escritos otros mitos similares en las culturas circunvecinas. Los prece­ dentes mitos mesopotámicos y fenicios sobre los orígenes primeros, los inicios de la civilización, el conocimiento de todas las artes, de todas las cosas (del bien y del mal), la sabiduría de los inventores, los atribuyen a la intervención de los dioses a favor del hombre. El escritor hebreo propone una convicción similar, acomodándola a su peculiar concepción de Dios, del hombre y de sus relaciones mutuas. Si queremos situarnos en el ambiente histórico-cultural, en la «cir­ cunstancia vital» toda entera en que escribe un hebreo del siglo viii

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