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8 MIGUEL ANXO PENA GONZÁLEZ dad irrenunciable de apoyarse en los laicos y, entre todos, afrontar la tarea evangelizadora. La vida religiosa nació vinculada al mundo laical en un afán de vivir más plenamente el Evangelio. Esto sucedió cuando la Iglesia se vio arropada por el imperio. Pero también es cierto que, desde el siglo IV, la vida religiosa masculina se encuentra siempre ante la dificultad de un pueblo y una Iglesia que busca incorporarla al ministerio sacerdotal, para así hacer frente a las necesidades concre­ tas de una evangelización sacramentalizadora. A lo largo de la historia, la vida religiosa vuelve a florecer desde su carácter eminentemente laical. Es el ejemplo de san Benito y siglos más tarde del Císter o La Cartuja y, en plena Edad Media, de las órde­ nes mendicantes. Este auge laical de la vida religiosa volverá a flore­ cer en el siglo XVIII con los diversos Institutos de Hermanos que sur­ gen en la Iglesia para hacer frente a las necesidades sociales del pueblo (estoy recordando a San Juan Bautista de La Salle o al recién canonizado Marcelino Champagnat, entre otros). En este momento, el mismo Código de Derecho Canónico reconoce que la vida religiosa no es por su naturaleza clerical ni laical, evitando toda posible desvia­ ción de la auténtica identidad de la misma (can. 588 , 1 ). La recuperación del carácter laical, como se ha podido consta­ tar en los últimos veinticinco años, es más fuerte en aquellos Insti­ tutos que nacieron laicales. Es el caso de los benedictinos, cister- cienses y toda la familia franciscana. Todos ellos trabajan para el reconocimiento de su identidad propia, poniendo los medios para que esto pueda ser una realidad. En el ámbito franciscano, parece claro que las pretensiones de Francisco fueron las de crear una fraternidad evangélica caracteriza­ da por su minoridad. Ser hermanos menores para Francisco supone una plena filiación con Dios reconociendo a los hombres como her­ manos. Desde el principio Francisco recibió en su Fraternidad a lai­ cos y clérigos plenamente convencidos de que las diferencias minis­ teriales no eran una dificultad para la vida fraterna, sino un enriquecimiento y un don de Dios. Por eso, no vivieron los herma­ nos, en estos primeros años, ningún tipo de tensión. Esta característica propia se convertirá en un estilo que se irá manteniendo en las diversas reformas franciscanas a lo largo de la

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