PS_NyG_1999v046n001p0007_0353

246 ALEJANDRO DE VILLALMONTE la exención de la muerte, hay que clasificarla también, en cuanto a su tenor y redacción literaria, dentro de estos mitos de los orígenes. Dentro de esta expresión mitológica y parabólica, la exégesis moder­ na ha descubierto que el «paraíso» donde reina la amistad y familia­ ridad de Dios con el hombre, y donde, por consiguiente, goza éste de la inmortalidad, no está en el inicio real de la historia de salva­ ción, sino al final. La inmortalidad integral es un don escatológico, no protológico. Está puesto por Dios delante de nosotros: en el paraíso celestial. En la tierra, el hombre puede anhelarlo en la medi­ da en que la vida eterna, según san Juan, está ya presente en nues­ tra existencia, anticipada por la práctica de la caridad fraterna. 7. EL PECADO ORIGINAL Y LAS OTRAS LIBIDOS HUMANAS Los diversos impulsos pasionales que combaten la vida espiritual nuestros autores ascéticos los agrupaban en torno a la irascible y la concupiscible. Según hemos señalado y es sabido, la teología clásica era interminable hablando de los estragos, des-enfreno, corrupción que el PO habría ocasionado en la concupiscible, en la libido sexual. Pero ya sabemos que san Agustín, y la tradición posterior, conocían otras libidos. Podemos verlas cifradas en la figura de la «irascible»: el instinto de dominar, la agresividad, la violencia desenfrenada. Seguro que los antiguos defensores del PO suponían que la irascible también habría sido corrompida. Sin embargo, nunca parece que hayan pen­ sado que el PO podría estar en el origen y hasta consistir en el desen­ freno de la irascible y no de la concupiscible. Al fijarse en la libido sexual como socia inseparable, elemento esencial del PO, los defensores de esta doctrina no sabían ni po­ dían romper el lazo umbilical que les une con el seno materno de dicha creencia: los primigenios tabúes sexuales, la mancha fisiológi­ ca (elevada luego a mancha ritual y a mancha moral) que acompa­ ña el ejercicio de la sexualidad, también en sus formas más nobles: la paternidad y la maternidad. La grandiosa teoría del PO no reco­ nocería de buen grado estos humildes, oscuros inicios. Los teólogos antiguos los ignoraban, no tenían conciencia de ellos. Pero el peso de tales inicios operaba, sin duda, desde el inconsciente y subcons­ ciente colectivo, desde la cultura ambiente en que estaban inmer-

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz