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CRISTIANISMO SIN PECADO ORIGINAL 185 la doctrina del PO ejerció sobre ambas verdades una influencia que la teología católica actual no puede menos de calificar de alta­ mente perjudicial a nivel doctrinal y de desfavorables consecuencias pastorales. Respecto a la economía paradisíaca — liquidada por el comportamiento de Adán— parece que san Agustín no tuvo dificul­ tad en reconocer una voluntad salvífica absolutamente universal y efectiva. Pero la entrada del PO — originante y originado— en la his­ toria humana convirtió a la raza de Adán en «masa de perdición». Ante ella, Agustín ve justa, aunque inescrutable, la decisión divina de limitar su voluntad salvadora a unos pocos seleccionados. La teo­ logía católica actual ha superado generosamente la estrechez con que Agustín y sus seguidores trataron ambas verdades. Lo extraño es que alguien siga aferrado a la teoría del PO que les servía de tras- fondo argumentativo indispensable y lógico. Es obvia, en Agustín y sus seguidores, la simbiosis e interdependencia de estas tres ideas: los pocos que se salvan, la necesidad del bautismo y de la Iglesia y el PO. Estudios especializados, que no necesitamos repetir aquí, podrían decir algo más concreto sobre la prioridad que guardan entre sí estas verdades. Lo seguro es la presencia decisiva de la teo­ ría del PO, como señalan los investigadores. Eliminado el PO, las conocidas estrecheces respecto a la voluntad salvífica y a la necesi­ dad de la Iglesia para salvarse pierden su fundamentación argumen­ tativa tradicional. La sacramentología, la reflexión teológica sobre los sacramen­ tos ha sido otro de los momentos en los que la creencia en el PO ha dejado su marca, más bien oscurecedora del problema. Durante siglos, estuvo vigente la convicción de que la humanidad, en el esta­ do paradisíaco de «justicia original», no habría tenido necesidad de sacramentos, de signos sensibles, expresivos de su relación con Dios y con los demás hombres. El contacto con el Creador era directo. Los seres de la creación eran del todo diáfanos para dejar ver a Dios en ellos. No necesitaba el hombre paradisíaco «crear símbolos» dis­ tintos de las cosas mismas para comunicarse con Dios. El libro de la creación estaba ante él abierto, luminoso, sin la oscuridad que sobre él ha proyectado el pecado adánico. Con facilidad y normalidad pasaría el hombre de la contemplación del mundo sensible a la con­ templación en él de las huellas y vestigios del Creador. No se precisa­ ba ningún tipo de «sacramento», de «signo» que, además de la especie que sugiere a los sentidos, llevase al conocimiento de otra cosa dis-

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