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158 ALEJANDRO DE VILLALMONTE que el hombre está destinado a un fin sobrenatural: la vida íntima con Dios. Y, aunque Escoto insiste mucho en que existe un deseo natural ontològico de este fin sobrenatural, y en que tal fin es objeto de deseo natural, pero no es objeto de adquisición para las energías naturales del hombre; porque es un don voluntario, sobrenatural, de disposición absolutamente gratuita por parte de Dios. Necesita que Dios le revele el fin y le done la ayuda para conseguirlo. En ambos máximos doctores nos encontramos con el hecho de que la necesidad de la gracia de la revelación no tiene una motiva­ ción hamartiológica: la situación pecado del hombre (que desde luego es real), sino la desproporción óntica y operativa entre el ser finito y ser Infinito. Y lo que vale de la g ra c ia de la revelación vale por toda gracia: la g ra c ia de los sacramentos, la g ra c ia de la reden­ ción, la g r a c ia de la deificación en cada hombre concreto. Que el pecar humano, de cualquier tipo, pueda intensificar la incapacidad soteriológica del hombre, es del todo obvio. Pero no la crea como agente primordial y previo indispensable. De nuevo nos perm itimos h a cer una alusión a María «Inmacu­ lada». En este misterio, María se nos presenta como prototipo, arque­ tipo, ejemplo paradigmático de cómo administra Dios su gracia en la actual economía de salvación. No es « un caso»/una excepción» de una imaginaria ley férrea = lex comm un iter conceptorum , es el h ech o concreto que tiene el privilegio de revelar el modo universal de comportarse la Gracia en relación al género humano. Todos los hombres somos concorpóreos, consanguíneos y consustanciales con la Madre del Señor y con el mismo Señor, Jesús de Nazaret. María recibe una «naturaleza» sana, íntegra, inocente, incorrupta y, sin em­ bargo, necesitada de la acción salvadora de su Hijo. En frase lapidaria decía el beato J. Duns Escoto: nadie más necesitada que Ella de la redención = m ax im e indiguit redemptione. Ella tuvo en Cristo el máximo y perfectísimo Salvador; ella fue la perfectísima/eminentísima redimida. Es obvio que María, por su condición de criatura finita, es óntica y dinámicamente lábil, caediza. En lenguaje de la teología di­ ríamos que es pecable, «pecadoriza». Por todo ello, y aunque tenga una naturaleza sana, incorrupta la decimos absolutamente impotente para conseguir su salvación por sus energías naturales (per naturae vigorem, que decía el Arausicano), absolutamente necesitada del Sal­ vador. Obviamente antes de que la pongamos en relación con cual-

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