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150 ALEJANDRO DE VILLALMONTE radez» humana le obligue a ser generoso, sino por fidelidad a Sí mismo, a su sincera voluntad de salvar a todos los hombres, a quie nes creó con la intención de hacerles co-partícipes de su vida divina. Firme lo dicho, hay que añadir que, el señalar la incapacidad soteriológica del hombre en el hecho de haber cometido un pecado, o incluso en el hecho de haber entrado en situación de pecado, es una razón verdadera y suficiente a cierto nivel', y para determinados efectos. Pero no es la raíz última, el motivo universal y primero del carácter absoluto de tal impotencia. En efecto, para una proclama ción kerigmática, predicatoria, para el uso pastoral de la incapacidad que afecta al oyente de la Palabra, basta decirle al pecador: eres es clavo porque voluntariamente cediste a la tentación/seducción de El Pecado, eres responsable de la situación de perdición en que te encuentras. En realidad, el hombre pecador que es urgido a la con versión no necesita más «averiguaciones» ni más «teologías» sobre el origen del estado de perdición en que se encuentra; basta que acep te la intimación del profeta: Tú eres el hombre, 2 Sam 12, 7. Y diga con el Sal 50, 6: Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la m aldad que aborreces. Y grite con Pablo por la venida del Salvador, Rm 7. Como es obvio, todos los textos de la Escritura que hablan de la incapacidad del hombre para liberarse del pecado se encuentran en este nivel de lenguaje descriptivo, narrativo, exhortatorio, de conver sión. Pero ello no impide, sino que está incitando a que la reflexión teológica, crítica y radical que quiere explicar los hechos ‘por sus últimas causas’, llegue a hablar de la impotencia soteriológica del hombre desde mayor hondura. Efectivamente, el pecar humano por muy frecuente y grave que se le encuentre, no pasa de ser un evento histórico, contingente, que podría ocurrir o no ocurrir, pues es acto libre. Y entonces si, por hipótesis, el hombre/humanidad no pecase, tampoco se encon traría en imposibilidad absoluta de conseguir la salvación. Y lo que es correlativo y más preocupante: no tendría necesidad absoluta del Salvador. A ese nivel de razonamiento surgió la creencia de que, si Adán no hubiera pecado, no habría entrado el Salvador en nuestra historia humana. Afirmación muy vieja, pero que hoy se juzga del todo impertinente. Agustín repite, incansable, que si la raza huma na no hubiera contraído la enfermedad del PO —con el séquito de pecados personales—, no tendría necesidad de médico, Cristo. Con-
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