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CRISTIANISMO SIN PECADO ORIGINAL 125 a todos llama— es absolutamente gratuita y libérrima. Esta total gra- tuidad la mantiene la acción gratificante de Dios en cualquiera de los momentos de la historia humana, individual o comunitaria en los que el designio va cumpliéndose. Ya sea en la humanidad infan­ til, ya sea en la humanidad adulta, siempre que la Gracia actúe, lo hace con plena gratuidad, exclusivamente por fidelidad a su propia voluntad salvadora. Nunca en fuerza de cualquier necesidad o exi­ gencia que brote de la criatura. Ahora bien, según la caritología católica, la gracia elevante, san­ tificante transformadora del ser natural, es medio necesario para ser grato a Dios y ser aceptado para la salvación. Por consiguiente, Dios no puede querer sincera y operativamente la Salvación de alguien sin donarle la gracia santificante, que le haga nuevo ser en Cristo. Me parece que éste es el sentido profundo y universal del secular adagio teológico: A quien no p on e obstáculo, Dios no le niega la Gracia. En este momento, pudiera surgir la objeción espontánea —dema­ siado espontánea— : Dios no niega su gracia... al que sea capaz de ella. Pero, según los teólogos antes mencionados, el niño, la huma­ nidad infantil, no sería capaz de gracia. Sin embargo, pensamos que el alma de todo ser humano, niño o adulto, tiene capacidad inme­ diata para recibir la gracia santificadora. Claro es que no poseemos certidumbres absolutas, imposibles, de suyo, en este caso. Pero tene­ mos la certeza prudencial y suficiente de una conclusión teológica, de importantes consecuencias en toda la teología católica. Con suti­ leza escolástica o bien dentro de un concepto exclusivamente «per­ sonalista y moralista» de la gracia, podría objetarse que la gracia san­ tificante en el niño sería una gracia «ociosa», superflua, ya que no confiere capacidad inmediata para una respuesta consciente y libre, a un diálogo amistoso con Dios. Objeción inaceptable. La gracia santificante en el niño, lejos de ser ociosa o superflua, es creadora de un nuevo ser, de nueva criatura, aceptada-ya por Dios para la vida eterna. Consiguientemente, todo hombre que muera en edad infantil podemos tener sobre él la prudente seguridad de que entra, por pura benevolencia divina, sin obras propias en la herencia de los hijos. Por otra parte, la objeción probaría demasiado. El niño que recibe la llamada ‘gracia bautismal’, ¿también recibiría una gracia «ociosa-superflua», pues no le capacita de inmediato para dialogar con Dios? No parece sostenible tal afirmación.

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