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338 BERNARDINO DE ARMELLADA que hay una tendencia constitutiva de la naturaleza, cuyo objeto es la visión y gozo inmediatos de Dios. Se trata de una disposición ontologica necesaria en relación con la perfección suma, no como algo común o abstracto, sino más bien en su realidad de situación hipotética concreta. Desde este punto de vista el fin último supre mo es el más natural, porque constituye la perfección máxima de que es susceptible la naturaleza espiritual. III. EL VIRAJE CAYETANISTA Silvestre de Ferrara y luego, con mayor empeño, Tomás Vio de Cayetano, convencidos de la lógica inflexible del esquema antro pológico aristotélico, creyeron necesario sostener que una tenden cia natural sólo podía referirse a un fin absolutamente natural y, por tanto, asequible en fuerza de la misma naturaleza. Hablar de un apetito natural de la visión de Dios o de la gracia equivaldría a negar el carácter gratuito del don divino. A fin de que permanecie se firme esta gratuidad, era necesario independizar, por así decirlo, la realización finalística de la naturaleza del hombre respecto de cualquier factor necesario fuera de su estructura esencial. Al hom bre así configurado — «naturaleza pura» perfecta en sí misma— , Dios, en su omnipotencia, añadió de hecho un fin superior, sobre natural, en virtud de la «potencia obediencial», por la que todo ser está sometido a la acción divina. Santo Tomás, según estos teólo gos que se confesaban sus seguidores fieles, debería ser interpreta do en el sentido expuesto, de manera que la expresión «apetito natural de la visión de Dios» significaría «natural en cuanto pertene ciente a la naturaleza elevada». Pero he aquí que mientras el Doc tor Angélico es interpretado benignamente, para Escoto no hay, por parte de Cayetano, otra calificación que la de implícito «negador de la gratuidad de la gracia». La explicación de Cayetano no encontró eco inmediato ni siquie ra en la escuela tomista. Mientras tanto, a mitad del mismo siglo xvi, se hace vivo Miguel Bayo con una teoría, según la cual la naturale za del hombre exigiría de por sí — y de hecho lo habría poseído antes del pecado— el don de la gracia santificante que orienta posi tivamente hacia el destino último, e. d., la visión directa y el amor
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