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EL VESTIDO DEL CRISTIANO 409 fecta, ya que la palabra pertenece a todas las culturas) nos da a conocer sus planes: lo esencial de toda palabra es hablar; si no habla, no es palabra: es silencio. Pues bien, los «planes» de la Pala bra eran producir un ser a su «imagen y semejanza». Para ello tenía que hablar, darse a conocer, revelarse, manifestarse, dirigirse al hom bre, comunicarle sus designios y deseos, acercarse personalmente a él, entrar en relación de contacto con él en intimidad profunda, regalarle su amistad, buscar un permanente encuentro mutuo. Las deficiencias de los múltiples ensayos le decidieron a revestir su Palabra con nuestros atributos, a fabricarse su propia imagen con los elementos que le proporcionaba la «imagen y semejanza» a las que había hecho al hombre. Su imagen exacta sería el Hombre (Jn 19,5). El Hombre, en cuanto que es el Hijo, realizador del plan salvador; en cuanto concreción de la sabiduría personificada (Prov 8,30; Sab 7,22); en cuanto resplandor (apau- gasma, dice el texto griego), es decir, en cuanto que es irradia ción (sentido activo de la palabra) o reflejo (sentido pasivo); impronta, es decir, imagen perfecta de su ser (Hebr 1,3). Cuando el autor de la carta a los Hebreos presenta de esta forma la «ima gen de Dios», plasmada por él mismo, tiene en cuenta, por el prin cipio de la contraposición, las que nos legaron los distintos artis tas del AT que hicieron sus ensayos sobre el particular. Todas ellas sugieren la idea de un magno retablo compuesto por múltiples tablas, colocadas en el mismo, en diversos tiempos y por pintores representativos de estilos diferentes. A pesar de la belleza de cada una de ellas, faltaba, se echaba de menos la figura central a la que apuntaban las demás esperando ser esclarecidas desde su luz. Dios mismo colocó, finalmente, la imagen de Sí mismo en el centro del retablo. Entonces apareció el cuadro de excepcional belleza, pintado por el Artista por excelencia, para transmitir su per sonalidad, su mentalidad, su forma de pensar y de sentir, su valora ción del mundo y del hombre. De esta forma se completó el gran retablo, que puede servir de punto de referencia para todos los hombres de todos los tiempos y lugares. Es su autorretrato, su ima gen y fotografía exactas, el calco idéntico de su propio ser. Es un cuadro vivo y animado en el que, de una vez, y en forma unitaria, se puede contemplar, en audición creyente, todo lo que Dios tiene que decirnos de Sí mismo y de la recta relación que debemos man-
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