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272 JOAQUÍN ESTEBAN ORTEGA sabemos que la idealidad de la letra trae tras de sí una referencia en la que comunicarnos. La escritura manifiesta, de este modo, una clara autonomía aún no perdida tras la controversia deconstructiva. Según Lledó, en el hecho de que Platón achaque a la escritura el que siempre diga una y la misma cosa (Fedro , 275 d), se encuentra implícito el reconocimiento de la esencial autonomía de las letras en el momento mismo de perder su relación inmediata con el creador. Gracias a esta autonomía de la escritura existe la duplicidad de tiem­ pos en la mediación que supone la proyección de la memoria. La escri­ tura, aún dueña de sí misma en su silencio, inventa esta otra forma de temporalidad en el encuentro hermenéutico de la lectura. Lledó, de este modo, desde la condición necesaria del tiempo, recualifica semánticamente, es decir desde un presupuesto radicalmente diferente al de Derrida, el «siempre» platónico, rescatándolo del carácter conde­ natorio que presentaba para el filósofo ateniense. «Decir siempre “uno y lo mismo” (275 d) es, pues, abrir, desde el tiempo ya inerte de lo escrito, la posibilidad de todas esas consciencias —tiempo al fin y al cabo— que variarán en el personal espejo de su reflexión la originaria mismidad>» (ST, 112). Con esta perspectiva histórica del sentido, en per­ manente constitución, cabría tranquilizar los miedos platónicos sobre la relatividad y arbitrariedad epistemológica y la equivocidad de los contenidos mentales convertidos en objetos de la sensibilidad. Lledó, en este sentido, ha sabido ofrecer una lectura verdadera­ mente sugerente a la reticencia que Platón presenta ante el silencio­ so modo de ser de la pintura y de la escritura. Su silencio radica en la dimensión mimètica que las constituye, ya que ambas, sin estar vivas, «están ante nosotros como si tuvieran vida» (275 d). Sin embar­ go, Lledó percibe un matiz diferenciador entre las dos en lo que se refiere a su forma de presencia y a la mayor sutileza de la forma de imitación de la escritura. Mientras que las imágenes pictóricas tienen que callar porque les falta la vida de aquello real que repre­ sentan, las letras consiguen decir sin hablar porque no imitan seres reales, sino la idealidad del pensamiento. «Los signos escritos no imitan, pues, a la vida. No son apariencia de seres reales, sino de seres ideales (....) Las letras apoyadas en la tradición de la lengua, en la densidad de una semántica establecida en el fondo de la cul­ tura, podían evocar imágenes, ideas, memorias, en el camino de un significado, de una interpretación» (ST, 109-110). La idealidad de

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