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92 P. CALASANZ El amor es un mandato, es una exigencia en la línea del Evangelio. Hay que amar al hombre, en última instancia, con sus pasiones y pecados para estar a la altura de Dios, que se propone como insos­ layable modelo para el creyente: «Amad al hombre, aun con sus pecados y todo, porque así es el modelo del amor de Dios y está por encima del amor de la Tierra«*6. Desde esta perspectiva —Dios como modelo— , el amor cobra exigencias, cuyo fiel cumplimiento mantiene tensas todas las facul­ tades del alma. Es tremendamente serio todo lo que afecta al man­ damiento nuevo. En el fondo, es la cuestión decisiva de «identidad», la razón de ser del hombre que quiere seguir el «modelo de Dios»». Y hay que llevar a la plenitud este amor cuando el cuerpo se rebe­ la, el espíritu protesta y la voluntad se cuartea. Hay que amar de pensamiento —meter al prójimo manchado en la inteligencia como un fardo pesado— y evitar todo juicio peyo­ rativo sobre los semejantes. Ningún hombre puede ser justo juez porque carece de los elementos suficientes de valoración del próji­ mo. En caso de verse obligado a juzgar, se exige una especie de solidaridad con el reo o, mejor aún, la «suplantación»» del papel del reo. Dando un paso más, Dostoyevski nos introduce, de forma enér­ gica y escalofriante, en el misterio de Cristo, que toma sobre sí los pecados de los hombres. No exageran los comentaristas y biógrafos de Dostoyevski al afirmar que ha sido el mejor conocedor del alma humana. Con qué destreza prescinde de lo anecdótico para darnos estados per­ fectos de humanidad. Todo hombre tiene carne de delincuente. Por eso, quien juzga, no puede olvidar que él mismo puede llegar a serlo. Desde esta per­ suasión, el juez se hace la idea de estar «en el lugar del otro»». ¿Cómo se juzgaría a sí mismo, cómo desearía que lo juzgaran si ocupara el lugar del delincuente? Es una «situación»» moral perfectamente orto­ doxa, similar a la de Francisco de Asís, que se creía el peor de los 6 Ibid.

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