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126 P. CALASANZ El pueblo lee y ama el Evangelio, y en él descubre, conoce y ama a Cristo. Dostoyevski nos relata cómo Alei, un presidiario lleno de sensibilidad, que lloraba la ausencia y el dolor de su madre, aprendió a leer en unas cuantas semanas teniendo como libro de texto el Evangelio que el escritor ruso se llevó consigo al penal. Es emocionante la escena en que el gran novelista y el presidiario Alei leen juntos todo el Sermón d e la Montaña y la exclamación corro­ borativa de Alei que expresa sus sentimientos: «— ¡Qué hermoso! —Pero ¿qué es de todo lo que te gusta más? —Pues donde dice: “Perdona, ama, no hagas mal a nadie, ama a tus mismos enemigos”. ¡Ah, qué hermosamente habla!»44. Los testimonios vivos de este amor al Evangelio son innume­ rables. Pero hay uno que resulta especialmente conmovedor. Y es el caso de Sonia, la prostituta. La adolescente reflexiona sobre el Evangelio. Se lo lee a su amiga Lizaveta y va a leérselo igualmente a Raskólnikov, el criminal condenado a presidio. El Evangelio es «su secreto». Siente unas «ansias dolorosas» de leerlo ante el acoso insistente de Raskólnikov. Sonia echa una mirada al libro, puesto sobre la cómoda, siempre que pasa. De tanto leerlo, el libro está «mugriento». Y en ese divino libro es donde busca fuerzas la desdichada y generosa Sonia para hacer frente a su vida, dura y vergonzante. En él ha aprendido Sonia el «sentido cristiano de la vida» y a reco­ nocer que, a pesar de su deshonra y de su cruz, « d io s lo h a c e t o d o p o r MÍ». La tesis dostoyevskiana — cada día más firme, más entraña­ ble, más indiscutible— es que el pueblo ortodoxo vive conforme al Evangelio, que forma la masa de su sangre. La reacción de la gente sencilla ante las palabras evangélicas es la misma que pro­ ducía la predicación de Jesús en el pueblo elegido. «Nadie ha hablado nunca como este hombre» —dicen las turbas al escuchar a Cristo— . 44 Memorias de la casa muerta, cap. IV.

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