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102 P. CALASANZ Ya están de nuevo enfrentadas, en un conflicto que cada día se hará más crudo, la fe y la razón. Iván no puede aceptar a Dios —si existe o no existe— por motivos racionales. Las cuestiones eternas quedan desplazadas a fronteras extramundanas donde la razón se turba y se desorienta. El hombre euclidiano desconoce «totalmente» lo que se escapa a las fuerzas de la razón. ¿Por qué acepta entonces Iván a Dios? Es que, además, afirma su fe ortodoxa en algunas verdades que el hombre conoce única mente por revelación divina, como son el Verbo encarnado, la divi nidad de Cristo, sus infinitas perfecciones. ¿Quién le ha dicho a Iván sino la profesión de fe del pueblo creyente que el Verbo es Dios, que reside en Dios? ¿Cómo puede aceptar el escéptico que el Uni verso propende hacia Él? Iván acepta a Dios cuando olvida sus criterios racionalistas: «acepto a Dios franca y simplemente». Y esta creencia amorosa, que va hasta la aceptación de la divinidad de Cristo, está en la base de su propio ser al que explica y da sentido. Todavía no ha llegado a conocerse profundamente como el personaje cervantino y unamuniano porque vive excesivamente enraizado en lo terre nal, porque posee, en expresión de Dostoyevski, una razón «eucli- diana» que descarta o margina por principio lo que rebasa las fuer zas de la razón. Sólo el despegue hacia Dios, inspirado en la fe sencilla, podrá resolver las antinomias del hombre terrenal y del hombre cristiano. d i o s existe y, si no existiera, habría que inventarlo —dice—, citando a un viejo pecador: (S ’il n ’existait p a s Dieu, il fau d ra it Vinventer ) . En efecto, dice Iván, el hombre ha inventado a Dios. Dostoyevski desencarna el pensamiento y penetra hasta sus más escondidas profundidades. Pone el dedo en la llaga de una cuestión en carne viva que no deja dormir al hombre. Y piensa en voz alta, sin miedo a su propio miedo. «Y, si de verdad el hombre hubiera inventado a Dios...». Y nota que está caminando sobre las arenas movedizas del sentimiento, que ha creado a Dios para afirmarse en su propio ser inconsistente, que, sin Dios, es como un árbol sin raí ces. Hay que inventar a Dios para no precipitarse en la nada, sim plemente para que la vida no sea un absurdo. Es un pasaje tremendamente fuerte:
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