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588 JOSÉ CALASANZ GÓMEZ Ante esta imagen espléndida de la religiosidad popular, con su riqueza y sus limitaciones, causa asombro, cuando no irritación y tristeza, la falsificación que deforma y tergiversa el cuadro auténtico original. Los que nos hemos pasado la vida encarnados en el pue­ blo, fijando la tienda espiritual en las aldeas perdidas, compartiendo la mesa y el hogar, tenemos un concepto de la realidad mucho más justo y matizado. En rigor, el pueblo tiene una fe más ardiente y pura y una piedad más auténtica en intensidad y en grados que la intelectualidad oficial. No hacía falta la opinión del Papa. Es un hecho que hemos visto con nuestros ojos y palpamos con nuestras manos. El complejo de superioridad de ciertos ambientes e institu­ ciones no resiste una revisión crítica de elemental seriedad. Envidiaba la buena mujer al sabio doctor y se lamentaba de no poder amar a Dios como los sabios. Y san Buenaventura le levanta­ ba el ánimo con estas o parecidas palabras: «Una viejecita iletrada puede conocer a Dios mejor y amarle más que un doctor de la Sor- bona». No hay que ir tan lejos: la sabiduría cristiana de nuestras abue­ las confunde y avergüenza a los graduados de universidad y, de manera especial, a las lumbreras del racionalismo frío y presuntuo­ so. Personalmente estoy más cerca de la viejecita, de la experiencia y de la vida que de las excavaciones arqueológicas y de la «ciencia- ficción» de los extraterrestres... — El pueblo cristiano tiene una capacidad de generosidad y sacrificio hasta el heroísmo cuando se trata de manifestar su fe. La frase es también de Pablo VI y sitúa la religiosidad popular en el vértice del programa evangélico en plenitud de frutos de gracia y santidad. Dar la vida es la prueba defi­ nitiva del amor cristiano. La historia levanta acta de este tes­ timonio de sangre. — El pueblo cristiano tiene un «hondo sentido» de los atributos profundos de Dios. En rigor, vive el espíritu y hasta la letra de las Bienaventuranzas y ama a Cristo apasionadamente. El creyente respira los aires del buen Dios y le reza, le adora y le ama como al mejor de los padres. Confía incondicio­ nalmente en su providencia y vibra en su presencia «amoro­ sa y constante». El pueblo acepta amorosamente las razones de Dios, las «cosas de Dios».

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