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90 ANTONIO LINAGE CONDE investigación apasionada que para la mera anegación en el senti­ miento, la evocación de la multiplicidad de los caminos entrecruza­ dos que acá han tenido su más pletorica convergencia, por diversos y extraños que a veces nos suenen a la primera impresión, no puede por menos de ser un acto de fe en ese espíritu que sopla donde y cuando quiere. Lo cierto es que esta maravilla desplegada a nuestro anega­ miento ha fructificado en el seno de unas determinadas mentalida­ des religiosas entre las distintas posibles dentro del cristianismo. En torno a cuya génesis y desarrollo nos parece conveniente decir algo, antes de entrar en nuestro argumento material de la Veracruz. Pues la devoción a ésta, determinante de la proliferación asociati­ va católica a ella acogida, no cabe duda está inmersa en el ámbito de la sensibilidad antes que en el de la elucubración doctrinal. Claro está que sería difícil encontrar una cofradía cualquiera, sobre todo de las abiertas al pueblo cristiano sin más, motivada antes por la teorética teológica que por la expansión pía. Pero en nuestro caso concreto, la devoción hacia el instrumento 1 del sacrificio redentor del calvario se tiñe de una ternura cualificada. De ahí que nos interesen previamente las expresiones en sí de la misma, incluso de las genéricas, sobre todo cuando todavía se abren paso en un contexto dominado por testimo­ nios de otra índole. Por ejemplo, en las primeras expansiones suyas, cisterciense y franciscana2. Pero, sobre todo, antes. 1 Por encima de esta índole genéricamente material, cualificándola. Sin embar­ go podemos cotejarlo, hay que reconocerlo, con la piedad eucarística, tan encama­ da ésta ya en una tradición que se había venido devanando a sí misma, hasta llegar a hacer olvidar la diferencia sensible entre las especies transubstanciadas y el cuer­ po de Cristo. En lo accidental nada más de esa diferencia insistía en el siglo xi Lan- franco de Bec, en su Libellus de sacramento corporis et sanguinis Christi contra Berengarium, apelando, con las mismas palabras de la consagración del cáliz, al mysterium fidei. 2 Aunque, ¿podríamos hacer alguna sugerencia en torno a la diferencia con­ creta entre la obra de San Benito y la de su padre monástico mismo, San Bernardo? Ello no sería lícito ante lo desigual del legado literario del uno y el otro. Por una parte, una regla monástica, extensa para su género, pero aun así brevísima —tanto que, al emprender dom Anselmo Albareda la búsqueda bibliográfica de sus edicio­ nes, tropezó con el obstáculo de esa parvedad de su tamaño, determinante de la pérdida de algunas ediciones—; por otra, todo un río caudaloso de poesía suprema.

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