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120 DOMICIANO FERNÁNDEZ mismo que Cristo al asumir la naturaleza humana, por lo cual deben tener también participación en él las mujeres. Una verdad antigua es contemplada ahora de forma diferente. La fidelidad a la tradición nos lo exige hoy. No podemos esperar un acuerdo ecuménico con la Iglesia católica y la ortodoxa, porque no hay ninguna esperanza de alcanzarlo. La Iglesia católica ni siquiera reconoce la validez de las ordenaciones anglicanas. Tenemos que decidirnos y dar nuestra aportación a la multiforme vida de la Iglesia 14. La relación en contra leída por David Silk, archidiácono de Leicester, no fue menos vibrante y elocuente. Recogemos algunas de sus ideas: Denunció el abuso de autoridad que se ha produci do en las Iglesias particulares de la Comunión anglicana, que han asumido decisiones que sólo pueden ser tomadas por la Iglesia universal. Ha habido sínodos provinciales que, sin ninguna justifi cación en la Escritura ni en la Tradición, han actuado como si fue ran un concilio ecuménico. «¿Es que se puede hacer lo que se quie ra de la propia fe? Es Cristo quien dirige a su Iglesia, y hay cosas, como el canon de la Escritura, el texto del símbolo de la fe y la materia de los sacramentos, sobre los cuales la Iglesia no tiene poder de legislar». Su relación alcanza tonos patéticos cuando se pregunta: «¿Se ha equivocado la Iglesia durante dos mil años, ha vivido engañada y corrompida por los condicionamientos sociales y culturales?». Y refiriéndose a los argumentos de Escritura, responde: «Diga mos la verdad, la ordenación de las mujeres al presbiterado no es un precepto contenido en la Sagrada Escritura ni aparece como una consecuencia»15. También tuvo una larga y ponderada intervención el arzobispo de Cantorbery. George Carey, exponiendo razones y motivos de diversa índole a favor del voto positivo: «Creo que Dios está llamando a su Iglesia a ordenar a las mujeres al sacerdocio. Hemos llegado a este debate con la debida preparación. No se trata del procedimiento precipitado de una 14 Ibid., p. 56. 15 II Regno, 696 (1993) pp. 57-60.
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