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254 ENRIQUE RIVERA dual y singular, por ser algo único, radicalmente irrepetible. Lo llama Ga- damer Identität des Selbst. Esta «identidad de sí misma» desafía el tiempo y roza la eternidad. Tan firme es que no desaparece en el museo peor ordenado, ni por las circunstancias más desfavorables que le rodeen. Siem­ pre la obra de arte es ella en cuanto tal, al margen de la biografía de su autor, del momento en que la compuso y, por supuesto, del mero especta­ dor que la puede comprender de modo más o menos inteligente. La obra de arte es lo que es por su estructura íntima, dependiente de los elementos genialmente combinados o solamente esbozados en las obras más medio­ cres. Entendemos entonces que la comprensión de la obra de arte no ha de hacerse estilo turista, indicando la época, biografía del autor, circunstan­ cias que la rodean; ni tampoco tomando por base un conjunto de concep­ tos comunes sobre el arte y su historia. Todo esto, por muy importante que culturalmente sea, es extraño a la obra de arte. A ésta hay que verla en sí misma, percibirla en su honda belleza. Por supuesto, hay que dejar a un lado tipos y modelos. Volveríamos a un nuevo platonismo desde este templo artístico, levantado a lo individual, a lo estéticamente único. La obra de arte hay que contemplarla y gustarla en la intuición de su conteni­ do inefable. Y subrayamos lo de inefable hasta atrevernos a recordar la famosa expresión de Erich Przywara: «Deus semper major», para aplicarla, salvada la distancia, al artista genial. Si, en verdad, a éste no se tiene reparo en llamarle «creador», no es de maravillar que Gadamer señale como algo peculiar de la obra de arte ser en su conocimiento algo inagotable e inex­ presable. Semper major. Lo sentimos en estos avanzados días al leer y releer a nuestro genial Don Quijote. Siempre nos dice algo nuevo y siempre nos alerta a algo más. Pero lo hace por lo que es en su mismidad única, por la que desafía al espacio y al tiempo. No digamos que en sentido estricto la obra de arte sea algo divino. Pero afirmemos sin reparo que es una mani­ festación máxima del paso de Dios por este mundo. Para recordar el dicho virgiliano: «Incessu patuit dea...». Parecerá tal vez que con esta reflexión sobre el genio nos hallamos muy lejos del Doctor sutil, del que dijimos no poseer una especial sensibili­ dad estética. Pese a ello, un gran poeta inglés de la época victoriana, segun- 34. O. cit., p. 67: «Nicht die Echtheit des Erlebnisses oder die Intensität seines Aus­ drucks, sondern die kunstvolle Fügung fester Formen und Sagweisen macht das Kunstwerk zum Kunswerk». («Lo que hace que la obra de arte sea tal obra de arte no es la autenticidad de las vivencias, ni la intensidad de su expresión, sino la estructuración artística de formas y modos de decir fijos»). 35. O. cit., p. 52-65: Genieästhetik... (tr. esp. p. 90-107.

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