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CARTA DE LOS MINISTROS GENERALES DE LAS FAMILIAS 2 0 1 y Colonia. Obediente al querer de san Francisco, que en su Regla (RB 12) había prescrito a sus frailes que obedecieran plenamente al Vicario de Cristo y a la Iglesia, rehusó la invitación cismática de Felipe IV, Rey de Francia, contrario al papa Bonifacio VIH. Por este motivo fue expulsado de París. Al año siguiente, sin embargo, pudo volver a esta ciudad y reem prender la enseñanza tanto de filosofía como de teología. Después fue enviado a Colonia, allí le sorprendió, la muerte el 8 de noviembre de 1308, mientras estaba dedicado a la vida regular y a la predicación de la fe católica. Resplandeció hasta el final de sus días como un fiel servidor de aquella verdad, que había sido su alimento espiritual cotidiano. La había asimilado con la mente, en la meditación, y la había difundido eficazmente con su palabra y sus escritos, revelándose un consumado maestro, de inge nio tan ardiente como sorpendente. Juan Duns Escoto, convencido de que «el primer acto libre que se encuentra en el conjunto del ser es un acto de amor» (E. Gilson, Jean Duns Scot. Introduction á ses positions fondamentales, Études de Philosop- hie Médiévale, 42, Paris 1952, 577), mostró una destacada aptitud y una predilección extraordinaria por la vocación y la singular forma de vida sencilla y transparente del Seráfico padre san Francisco: a ella dirigía sus intenciones e ideales congénitos, que lo llevaron a centrar en Jesucristo todos sus pensamiento y sus afectos y a desarrollar un profundo y sincero amor a la Iglesia que perpetúa su presencia y nos hace participar en su salvación. Utilizando sabiamente las cualidades recibidas como don de Dios desde su nacimiento, fijó los ojos de su mente y los latidos de su corazón en la profundidad de las verdades divinas, redundando de una alegría propia de quien ha encontrado un tesoro. En efecto, subió cada vez más alto en la contemplación y en el amor de Dios. Con la humildad propia del hombre sabio, no se apoyaba en sus propias fuerzas, sino que confiaba en la gracia divina que pedía a Dios con ferviente oración. La teología alimentaba su vida espiritual y, a su vez, la vida espiritual consolidaba su teología. Así, iluminado por la fe, sostenido por la esperan za e inflamado por la caridad, vivió en íntima unión con Dios, «Verdad de verdades»: «Oh Señor, Creador del mundo —pedía Duns Escoto en el exordio del «De primo Principio»— una de las obras de metafísica mejor articuladas de la cristiandad— concédeme creer, comprender y glorificar tu majestad y eleva mi espíritu a la contemplación de Ti». Con su «ardiente ingenio contemplativo» se dirigía a Aquel que es «Verdad infinita y bon dad infinita», «Primer eficiente», «el Primero que es fin de todas las cosas», «el Primero en sentido absoluto, por eminencia», «el Océano de toda perfección» y «el Amor por esencia» (cf. Alma Varens, A.A.S., 1966,
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