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196 ANGELUS CARD. FELICI Gonzalo Hispano, futuro Ministro General de su Orden. Por sus excepcio­ nales dotes sacerdotales fue elegido para desempeñar el ministerio del sa­ cramento de la confesión, lo que en aquel tiempo era señal de gran estima. Conseguidos los grados académicos en la misma ciudad de París, co­ menzó allí su labor como catedrático que, luego, continuó en las universi­ dades de Cambridge, Oxford y Colonia. Fiel al precepto de san Francisco, que prescribe en su Regla (cap. XII) a todos sus frailes sin excepción alguna que estén sujetos al Vicario de Cristo y a la Iglesia, por haber rehusado suscribir un decreto de Felipe IV contra el papa Benifacio VIII, Escoto fue expulsado de París, a donde volvió, pasado un año, reemprendiendo la enseñanza de la filosofía y la teología. Trasladado después a Colonia, murió de manera inesperada el 8 de noviembre de 1308, mientras estaba entregado a la docencia y predica­ ción de la fe católica. De este modo, hasta el fin de sus días sirvió a la Verdad que había sido alimento cotidiano de su espíritu y que había graba­ do con fruto en su alma a través de la meditación. Verdad que había también enseñado eficazmente de palabra y por escrito, revelándose como un maestro de ingenio y fervor admirables. La dilatada fama de que gozó en vida perduró después de su muerte, no sólo por su ciencia filosófica y teológica, sino sobre todo por las extraor­ dinarias virtudes, que se ponen de manifiesto tanto en los testimonios que de su vida han llegado hasta nosotros y se repiten desde los años inmedia­ tos a su muerte, como por sus mismos escritos en los que, según afirmó Pablo VI en las Letras Apostólicas «Alma Parens» —14 de julio de 1966) dirigidas a los obispos de Inglaterra, Cambridge y Escocia, «se esconden el fervor y la bella norma de perfección de San Francisco y los ardores de su espíritu seráfico». De estos documentos, considerados con gran solicitud, se deduce que Juan Duns Escoto, desasido de las cosas del mundo y de sí mismo, hizo compendio de sus pensamientos, afectos y trabajos a Jesucristo, el Señor, y a su Iglesia. Desde joven, usando rectamente de las facultades que había recibido de lo alto, fijó su mente y corazón en la luz de las verdades eternas, y con el gozo de quien encuentra un gran tesoro, penetró de la manera más profunda en la contemplación, en el conocimiento y en el amor de Dios. Con la auténtica humildad del sabio no confiaba en sus propias fuerzas, sino en la ayuda de la gracia que, lleno de cofianza, impe­ traba con fervorosa oración. La Teología alimentaba su vida espiritual y, a su vez, su vida espiritual corroboraba su teología. La revelación y el magisterio de la Iglesia fueron la norma principal no sólo de su pensamiento, sino también de su conducta, que siempre trató

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