PS_NyG_1994v041n001p0125_0160

LAS ARTES EN LA REPUBLICA PLATONICA 157 ble es que no lo entiendan o lo entiendan mal y, por consiguiente, no lo crean —como podría suceder con la idea del Bien. Pero Platón, el amante de la verdad a cualquier precio, el enemigo de la mentira, no puede sin embargo enseñar la verdad, porque si ello ocurre peligra tanto el sistema gnoseológico como la posibilidad de la República nueva, y entonces no quederá otro recurso que la mentira destinada a causar bien, ya que «la mentira —dirá ahora— aunque no resulte útil a los dioses, puede en cam­ bio serlo a los hombres» (R. 389a), cuando se trate de la virtud colectiva e individual, por ejemplo. Tal sucede con los dioses: habrá que hacer creer a la multitud que existen los dioses, pero que son buenos y justos, aunque él íntimamente esté convencido que, por lo menos, no hay dioses. Este es, pues, uno de los primeros secretos de Estado en la República de Platón. Muy notable es la diferencia que existe en la actitude del joven Platón y la postura del anciano Platón, ante el mismo problema. Algunas páginas atrás recordamos una cita del filósofo donde asegura que nada hay más hermoso y grato a la divinidad que indagar acerca de la verdad, aunque ello sea contrario a la opinión general. En cambio, en el Timeo, cuando ya Platón se da perfecta cuenta del peligro que se puede causar si destruye por completo la piadosa tradición, dirá al enfrentarse con el mismo proble­ ma del origen y naturaleza de las divinidades, que «explicar y conocer su origen es una tarea que sobrepasa nuestras fuerzas y en lo que hay que dar un voto de confianza a los que han hablado con anterioridad a nosotros. Como descendientes de los dioses, por lo que ellos decían, conocían sin duda exactamente a sus abuelos. Y resulta imposible no dar crédito a hijos de los dioses, aún cuando ellos no hablen con demostraciones verosímiles y rigurosas sino que es necesario creerles, como suele hacerse, cuando ellos aseguran que recitan ahí sus historias de familias» (T. 40c); y en ese argumento toma pie para contar su mito de la creación. Sin duda que resulta extraño que Platón, que había dedicado justamen­ te buena parte de su trabajo a destruir las viejas creencias tradicionales, venga ahora a firmar que hay «misterios» que el hombre no puede ni debe indagar y, por tanto, debe conformarse con una explicación de autoridad ilustrada. Por supuesto que el propio Platón no cree aquello que cuenta en este diólogo —porque ello significaría volver las cuestiones al punto de partida^—, pero, sin embargo, usa el mito, como un recurso destinado a persuadir al grueso de la multitud, por razones de seguridad, las mismas razones que, paradógicamente, condenaron a su maestro. Tan evidente es lo que venimos comentando que en el mismo Timeo Platón olvida por un instante su cuento y recapitula todo lo avanzado hasta ese punto en unos cuantos párrafos de carácter completamente gnoseológico, olvidando así

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz