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138 J. O. COFRE todo momento se dejó conducir por la razón, orientando así su energía colérica en obediencia a los dictados racionales y haciendo de la fuerza de la concupiscencia un legítimo anhelo del alma de conocer la verdad y de buscar el bien, cualesquiera sean las circunstancias externas que lo impidie­ sen. Otro tanto acontece con la emocionada imagen de Dión de Siracusa que nos muestra Platón en su Carta VII} quien encontró la muerte en la defensa de sus legítimos anhelos de instaurar, como principios de la acción, las virtudes radicales del alma humana. En otras palabras el modelo de Platón es ahora el hombre justo: « Y la justicia, escribe, parece que es algo de esta clase, pero no en lo que concierne a la acción externa del hombre, sino respecto a la acción interna; es ella la que no permite que ninguna de las partes del alma haga lo que no le compete ni que se entrometa en cosas propias de otros linajes, sino que, ordenando debidamente lo que corresponde, se rige a sí misma y se hace su mejor amiga al establecer el acuerdo entre sus tres elementos, como si fuesen los términos de una armonía, el de la cuerda grave, el de la alta y el de la media (...). Una vez realizada esta ligazón y conseguida la unidad a través de la variedad, con templanza y concierto, el hombre trata­ rá de actuar de algún modo, ya para la adquisición de riquezas, ya para el cuidado de su cuerpo, ya para dedicarse a la política...» (R. 443e). Una ciudad perfecta es aquella que se comporta de acuerdo a las fun­ ciones propias de cada clase y que además comparte la justicia como virtud general. Otro tanto ocurre con un alma virtuosa. En ella la justicia ejerce dominio sobre sus sectores irracionales. Se puede decir que cuando la ciudad, por su parte, y el alma por la suya, realizan sus funciones propias, se comportan armónicamente, pues la más bella y mejor de las armonías no es otra que la del imperio de la justicia, la mayor de las sabidurías de que participan los hombres que se guían por medio de la razón (L. 388e). Pero la armonía puede entenderse además en otros sentidos; la armonía es belleza, ya que ésta no es otra cosa que la perfecta concordancia de los sectores del alma y un alma bella es lo mismo que un alma justa o virtuosa. Estas son, pues, las condiciones que según Platón deben imperar para conseguir la fundación de un Estado nuevo y un hombre realmente virtuo­ so. Al mismo tiempo estos principios destierran de la educación griega la clásica concepción de virtud que se había adentrado tan hondamente en la cultura, gracias a la obra de los poetas y legisladores que desconoceron que existe en el cielo un Estado modelo para el que quiera contemplarlo y fundar conforme a él su «estado interior», que, por lo demás, agregará Platón, «poco importa que exista en algún sitio o que haya existido algún día», aunque «lo cuerdo es que el hombre sabio sólo en este Estado con-

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