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84 FELIPE F. RAMOS rio de la fe o de cumplir un precepto eclesiástico que, por supuesto, tam­ bién necesita revisión? Nuestra liturgia es fría, seca, estilizada, mortecina, socializada, institucionalizada, empobrecida y excesivamente abreviada. A no ser que se organice oficialmente una celebración tan ostentosa que haga palidecer a la misma liturgia celeste. Los gestos y símbolos se han reducido de forma alarmante. La liturgia oficial se resiente fuertemente de la profunda tendencia occidental a apreciar más el espíritu que la materia, a sospechar del cuerpo y de sus pasiones y a un excesivo comedimiento en la expresión simbólica. En cambio, las culturas no occidentales, como las de Africa y las de América Latina, valoran la totalidad humana, especial­ mente la corporalidad, la danza y la simbólica material, y no salen de su asombro cuando, en el proceso de evangelización, deben asimilar los ritua­ les de los sacramentos y de la celebración eucarística. ¿Celebrarla con pan cuando ellos comen maíz, y con vino, que ellos desconocen o tienen que importar para celebrar la eucaristía? Cuando presentamos a Nuestra Seño­ ra aplastando la cabeza del dragón, debemos tener en cuenta que en alguna cultura, como la china, el dragón significa para ellos la fuerza protectora celeste. Ello obliga a la flexibilidad, la creatividad y la adaptación a la mentalidad de cada mentalidad y cultura137. Bajo el título «Aculturación previa a la inculturación del evangelio» mencionamos una serie de revisiones necesarias que encajarían también en este punto de las «nuevas expresiones». La civilización del amor y la solidaridad Al optar por la vida nos adherimos a la misión esencial de Jesús: Yo he venido para que tengan vida y la tengan en plenitud (Jn 10, 10). Elige la vida y vivirás (Deut 30, 15-19). Vivir plenamente la fe cristiana es creer en la vida y comprometerse seriamente en la defensa de los sin vida, sobre todo de los pobres. Allí donde el cristiano no anima ni propaga la vida, donde sus prácticas no crean espacio para la vida y todo aquello que manifiesta su presencia, como es la justicia, la paz y el progreso del pueblo, habrá que preguntarse a qué Dios se anuncia y se rinde culto. En el lenguaje bíblico, lo más aberrante no es el ateísmo o la negación de Dios, sino la idolatría, que es la adoración de un dios falso. Idólatra es el sistema voraz de poder, de riqueza y sediento de sangre. Lo propio de esos dioses falaces no es dar vida, sino matar y asesinar: Sus príncipes son 137. L. Boff, La nueva evangelización , 70.

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