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EL ANUNCIO DEL EVANGELIO 51 alturas, los Tronos, las Dominaciones... (Ef 6, 12; Col 1, 16)... con tal de que no entren en conflicto con el único Señor. En la guerra de idolatrías ha ocurrido muchas veces el sustituir un ídolo por otro y unos espíritus por otros. La tentación de la idolatría personal —llámese como se llame la persona idolatrada— es habitual y tan grande que el mismo Vidente de Patmos estuvo a punto de caer en ella (Apoc 19, 10): Me arrojé a sus pies para adorarle, y me dijo: No hagas eso, consiervo tuyo soy y de tus hermanos, los que tienen el testimonio de Jesús. Adora a Dios). Se presentaba a la Iglesia como única institución dentro de la cual puede obtenerse la salvación , alcanzar el cielo y eludir el infierno. Se imponía la teología de la ley y del temor al castigo sobre la de la gracia y la participa­ ción en la vida divina. El Dios «cristianizado» por Pablo volvía a ser «ju­ daizado». La confusión o la identificación de la Iglesia con el Reino de Dios hizo que no se valorase debidamente la dimensión de uno y otra. De esta identificación surgió la absolutización de la Iglesia , que únicamente corresponde a Dios y a su Enviado. Es Dios quien salva, no la ley. Se volvía a imponer la «circuncisión» y demás ritos como esencialmente com­ plementarios de la insuficiencia de la fe. Tampoco de esto hemos logrado librarnos en nuestros días. Estamos hablando del pasado y del presente. ¿Cómo ha sido nuestra evangelización? En vez de alimento sólido, la predicación muchas veces ha ofrecido no más que paliativos, justificando el «status quo» con falsos recursos a la paciencia —que ni siquiera es virtud cristiana, en el sentido en que es presentada habitualmente— y a la voluntad de Dios, apagando los reclamos de justicia con promesas alienantes del «más allá», combi­ nando el evangelio con un yugo pesado de prohibiciones moralistas y leyes canónicas, transformando su alegría nativa en moralismo mezquino y escrupulosidad egocéntrica, debilitando la conciencia social y comunita­ ria del pueblo por una religiosidad individualista y devocional; poniendo a la Iglesia institucional en lugar del Evangelio, haciendo así del medio el fin, por identificar a la Iglesia clerical con el Reino y la ideología romana con la voluntad de Dios; en una palabra, por «eclesializar» en vez de evangelizar83. Paulatinamente han ido cayendo los absolutismos dogmáticos, políticos o sociológicos. Con la aparición de los regímenes democráticos se infligía un golpe mortal a los totalitarismos absorbentes. La jerarquía eclesiástica no ocultó su recelo ante este cambio sociológico, cuyo espíritu libertario 83. J. ESPEJA, Cómo evangelizar hoy, 115.

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