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EL ANUNCIO DEL EVANGELIO 29 última yi universal de vida, capaz de englobar un sinfín de configuraciones culturales, a las que acepta y dinamiza. Ello conllevaba el lógico repudio de cuantos módulos culturales rezumaban exclusivismo. No en vano Jesús se limitó a proclamar valores universales que, teniendo por soporte el amor, pudieran liberar a la humanidad entera del pecado en su rica gama de manifestaciones: personal-colectiva-social-cultural-económica-política. El mensaje de Jesús trastrueca el orden de valores —recordemos el asfixiante particularismo judío— afirmando el universalismo de la libera­ ción. Para lograrla habían de decantarse antes un sinfín de valores estructu­ rales que, sancionados por criterios absolutistas, siempre se habían tenido por intocables. Visto así, el proyecto de Jesús conlleva una evangelización de la propia cultura. El evangelio convulsiona el patrimonio cultural de la humanidad, cuyo lema era libertad del hombre a través del poder hecho orden. No en vano su mensaje proclama que sólo podrá liberarle la justicia hecha amor. Desde sus perspectivas Jesús entroniza en el mundo una cultura de cuño vivencial que, anteponiendo los valores humanos a los conceptuales, se erige en portavoz de pobres y desvalidos, cuyo caudal de vida —adecua­ damente canalizado— se supone capaz de exterminar la injusticia a base de amor. Así se explica que el evangelio entienda la inculturación como reto a las culturas. El evangelio presenta, en consecuencia, un mensaje inculturado no en sistemas de pensar, sino en formas de vivir. Y no es que Jesús propugne una nueva religión. Se conforma con lanzar un proyecto de vida capaz de cana­ lizar cuantas experiencias religiosas del hombre ansian convertir el mundo en un paraíso de justicia y de paz44. La dicotomía Dios-hombre debe ser definitivamente superada. La gran revolución teológica que hizo Jesús fue ésta: no se puede amar a Dios sólo. Sólo se puede amar a Dios amando a los hermanos. Porque el Dios que Jesús predicó es Padre, que tiene hijos, que nos hace hermanos, que tiene una voluntad histórica que se llama Reino, y que ese Reino se realiza con nuestra donación a los hermanos. Su explotación es el anti-Reino. Este Reino lleva en sus entrañas un germen de revolución. Y no sólo para los cristianos, sino para toda la humanidad. La humanidad, hecha a semejanza de Dios lleva en sí ese germen de revolución, el sentido de «hacer nuevas todas las cosas». Y ¿dónde se juega la oportunidad que tiene el Reino para ir haciéndose realidad? En nuestras vidas, en nuestra sociedad, en la histo­ ria humana. Sólo en la tierra podemos construir el Reino. «La tierra es el 44. A. SALAS, Inculturación y liberación. Fuerza liberadora de la fe inculturada, 117-118.

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