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290 CARLOS BAZARRA Este es el nexo intrínseco entre el Reino de Dios y los niños. Los niños y los que se hacen niños son los admitidos en el Reino porque no pueden aducir méritos ni derechos de justicia, sino que apelan únicamente a la misericordia. El fariseo que acude al templo exhibiendo sus obras, salió sin justificar; el publicano que invocó tan sólo la piedad divina, salió justi­ ficado (Le 18, 9-14). Paralelamente, los pobres (Le 6, 28) y los que se hacen pobres, es decir, los pobres de espíritu (Mt 5, 3) son los que entran en el Reino. La palabra clave es «gratis». «Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza» (2 Co 12, 9). «Cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Co 12, 10). «Ha escogido Dios lo débil del mundo para confundir lo fuerte» (1 Co 1 ,27). b) Los niños, sacramento de Cristo Otro bloque evangélico es el que nos presenta la relación intrínseca entre los niños y Cristo. Ya ello resulta lógico, en deducción del punto anterior. Cristo es la realización acabada del Reino de Dios y por consi­ guiente relacionar a los niños con el Reino es relacionarlos con Cristo. Hay, sin embargo, un pasaje claro que lo dice expresamente: «Quien recibiere a uno de tales niños en mi nombre, a mí me recibe» (Mt 18, 5). Lo antropológico («paidíon») da paso a lo cristológico (a mí me recibe). Marcos y Lucas proyectan la realidad antropológica de los niños, a través de lo cristológico, hasta la misma realidad teológica, hasta el mismo Dios. «Quien a uno de semejantes niños recibiere en mi nombre, a mí me recibe; y quien me recibe a mí, no me recibe a mí, sino al que me envió» (Me 9, 37; Le 9, 48). Cristo se identifica con los niños, no porque estén bautizados, sino porque son niños, porque son seres humanos necesitados, desvalidos, inde­ fensos. El paralelismo con los pobres es muy fuerte. Uno evoca espontánea­ mente el juicio final: «Tuve hambre y me disteis de comer... Cuanto hicis­ teis con uno de estos mis hermanos más pequeños (“elajiston”), conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40). Igualmente hay un rechazo radical para quienes se niegan a recibir a los niños o los escandalice: «Quien escandalizare a uno de estos pequeñue- los («micrón») que creen en mí, mejor fuera que le colgasen una piedra de molino y lo arrojasen al mar» (Mt 18, 6; Me 9, 42). Una observación marginal. Antes dije que «creer» era una exigencia no para niños sino para personas con capacidad racional. Pero en este pasaje

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