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TEOLOGIA DE LA NIÑEZ 289 Y es que el Reino de Dios es gracia: «Justificados gratuitamente por su gracia» (Rm 3, 24). «Ahora bien, si es por gracia, ya no es por las obras; que si no, la gracia ya no resulta gracia» (Rm 11, 6). Frente al Reino de Dios, no podemos alegar nuestras obras, nuestra mayoría de edad: «Somos siervos inútiles» (Le 17, 10). «Cualquiera de vosotros que no renuncia a todos sus bienes (“hipárju- sin” = obras propias, iniciativas) no puede ser mi discípulo» (Le 14, 33). Se encuentra aquí la razón última y profunda que yace bajo el concepto de infancia y pobreza: la renuncia a las obras y a la ley como derecho al Reino; la aceptación de la gracia como único título a la Vida Eterna. Por­ que infancia y pobreza son las dos bienaventuranzas que tienen la misma respuesta por parte de Dios: «De los niños es el Reino de Dios» (Me 10, 14 y par.). «Bienaventurados los pobres porque vuestro es el Reino de Dios» (Le 6, 20). Si el Reino de Dios hubiese que ganárselo a pulso, como pensaban los fariseos, ni los niños ni los pobres nunca lo conseguirían. Como es gratis, la prioridad la tienen precisamente los niños y los pobres. ¿Qué decir de una teología que en virtud del pecado original niega el Reino de Dios a los niños? Cuando Jesús proclama: «El que crea y se bautice, se salvará» (Me 16, 16), no está negando en modo alguno su afirmación anterior: «de tales niños es el Reino de Dios» (Le 18, 16), es decir, de estos niños que no están bautizados. «Creer» (y consiguientemen­ te el bautizarse) es un acto sólo posible a los adultos, no a los recién nacidos («brefe»). Los niños, por su debilidad, por su inutilidad, hacen patente que sólo por la misericordia divina, gratis, por gracia, pueden conseguir el Reino de Dios. Los Sinópticos no se limitan a esta aseveración, sino que además uni- versalizan. No sólo afirman que los niños entran en el Reino, sino que subrayan que sólo los que sean como ellos son los que entran: «Quien no reciba el Reino de Dios como niño, no entrará en él» (Me 10, 15; Le 18, 17; Mt 18, 3). La frase encierra una exigencia propia para los adultos: hay que hacerse niños. Porque el Reino de Dios es de los niños y de los que se hacen niños. Juan recoge este pensamiento en el diálogo de Jesús con Nicodemo: «Si uno no nace de nuevo (“guenneszé ánozen”) no puede ver el Reino de Dios» (Jn 3, 3). Este nacer de nuevo es nacer del Espíritu: «Así es todo el que nace del Espíritu» (Jn 3, 8), es abandonarse a la iniciativa de Dios, es dejarse llevar como un niño en brazos de su madre.

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